Hay gente que sostiene que la mejor manera de frenar este golpe de Estado en diferido que lleva orquestándose algún tiempo desde la Generalidad de Cataluña es adoptando una vía que puede llamarse aséptica: multando y recurriendo a los tribunales. Es decir, no concederles a los golpistas de la secesión «la épica de los tanques». Es una opinión muy sensata, e incluso razonable. Nada más civilizado que la acción ejecutiva esterilizada: matar a un peligroso yihadista desde una habitación, a cientos de miles de kilómetros, manejando un joystick.
La cosa es que no estoy de acuerdo, por que la defensa de la soberanía nacional es lo que exige la épica, no los mediocres secesionistas. Digo mediocres por que este es el golpe de Estado más dilatado en el tiempo que recuerda la Historia; el único en el que sus promotores temen que los multe o inhabilite la Justicia de la que proclaman abominar. El único en el que pretenden lograr su objetivo y además, que el adversario les aplauda, y les de las gracias por la lección magistral de democracia. Es contranatura. Todos los golpes de Estado dados en el pasado arrostraron los mismos peligros, pero sus ejecutores los asumieron como la consecuencia inevitable de sus propósitos, que no tenían vuelta de hoja.
Es decir, que desde Cilón hasta Hugo Chávez, todos le echaron cojones.
Pero con Cataluña, siempre hay excepciones. Las consecuencias duran poco.
He dicho arriba que la soberanía nacional es lo que exige la épica, pero no es verdad. El valor de lo que se requiere defender es tan alto que no precisa de literatura, sino de coraje. El coraje es no ceder más, ni ante la violación flagrante de la ley, ni ante la falta de respeto a cada uno de los ciudadanos protegidos por esa ley. El 155 es otro de los trampantojos de una Constitución mejorable, pero no, justamente, en el sentido al que aluden felones, oportunistas y traidores. Un Gobierno que renuncia a defenderse está cediendo, de hecho, el poder. Regalándolo.