En la madrugada del 16 al 17 de julio de hace 99 años, el último zar de Rusia, Nicolás II, fue asesinado en el sótano de la Casa Ipátiev de Ekaterimburgo, junto a toda su familia. Fue en la habitación cuya ventana arqueada puede verse abajo a la izquierda, en la fotografía de la cabecera. Alexis, el zarévich hemofílico; la emperatriz Alejandra; las grandes duquesas Anastasia, Tatiana y Olga; el perro de Anastasia, Jemmy, un spaniel; el doctor Botkin y los últimos tres miembros del servicio que les quedaban a los Romanov: la criada Demidova, el cocinero Jaritonov y el ayudante de cámara Trup. A todos los mató a sangre fría un escuadrón de diez hombres (seis húngaros, cuatro rusos) liderados por Yákov Mijáilovich Yurovski, el jefe de la Checa de la ciudad y comisario de Justicia del Soviet Regional de los Urales desde octubre de 1917. Yurovski los despertó a la una y media de la madrugada, y los hizo bajar al sótano. Lo contó luego en sus memorias: «Cuando el destacamento hubo entrado, dije a los Romanov que, dado que sus parientes proseguían su ofensiva contra la Rusia soviética, el Comité Ejecutivo del Soviet de los Urales había tomado la decisión de fusilarlos. Nicolás dio la espalda al destacamento y se colocó de cara a su familia. Entonces, como recogido sobre sí mismo, se dio la vuelta y preguntó: ¿Qué? ¿Qué? Rápidamente repetí lo que acababa de decir y ordené al destacamento que se preparara. A sus integrantes se les había dicho previamente a quién dispararle y que apuntaran directamente al corazón para evitar el exceso de sangre y para terminar rápido. Nicolás no dijo nada más. Se volvió de nuevo hacia su familia. Los demás exclamaron algunas incoherencias. Todo esto duró unos pocos segundos. Después comenzó el tiroteo, que duró dos o tres minutos. Yo maté a Nicolás en el acto.»
A Yurovski lo retrata Simon Sebag Montefiore en Los Romanov como un judío siberiano de cuarenta años, casado, padre de tres hijos, encarcelado por asesinato antes de la Revolución. «Un bolchevique ascético, con barba y una espesa mata de pelo negro azabache». Su padre había sido desterrado a Tomsk, donde él se crió y vio, en 1891, al joven Nicolás, entonces todavía zarévich, de paso en su grand tour por el vasto imperio que habría de heredar tiempo después. Las piruetas de la Historia. Yurovski se hizo cargo de la seguridad de la familia imperial en la Casa Ipátiev a principios de aquel verano. Se acercaba la Legión Checoslovaca (una unidad de prisioneros checos, cautivos desde el principio de la guerra mundial, que se había amotinado en mitad de Siberia mientras era trasladada a Vladivostok bajo la incierta promesa de los bolcheviques de ser devueltos a casa) y preocupaban los coqueteos entre algunos guardias y las grandes duquesas, sobre todo, María. El Soviet de los Urales se mostraba nervioso y agitado: los Aliados estaban a punto de desembarcar en Múrmansk, Ucrania se había declarado independiente y se estaba organizando un ejército contrarrevolucionario que amenazaba las dos capitales del imperio. Los bolcheviques apenas controlaban la Rusia central (la histórica región de Moscovia, y Petrogrado) y su poder era muy precario: en guerra con el campo, levantaban un nuevo Estado a sangre y fuego mientras millones de rusos empezaban a sentir en sus carnes los efectos del delirante comunismo de guerra. Los alemanes estaban en Riga y no se podía descartar una invasión fulminante de Petrogrado (una idea con la que jugueteaba el Alto Mando del káiser, dada la alta volatilidad que aparentaba el nuevo aliado soviético), a pesar del armisticio firmado entre ambos países. La dictadura combatía por su supervivencia.
No obstante, los bolcheviques habían tenido tiempo de pensar lo que hacer con Nicolás. Llevaban en Ekaterimburgo desde finales de abril, tras una confusa y tortuosa evacuación desde Tobolsk. La decisión fue ejecutada en Ekaterimburgo y aprobada en Moscú: imaginar que una decisión de tal magnitud podía ser tomada en la Rusa soviética de 1918 sin el conocimiento y aprobación de Lenin, es un ejercicio de candidez o de cinismo. Lo reconoció Trotski en 1935: «Hablando con Sverdlov, le pregunté al pasar: «Ah, sí…¿y dónde está ahora el zar? Terminado, replicó. Fue fusilado. ¿Y dónde está la familia? La familia también. ¿Toda?, pregunté, aparentemente con un deje de sorpresa. Toda, dijo él. ¿Por qué? Él esperó mi reacción. Yo no respondí. ¿Y quién tomó la decisión?, pregunté. Lo decidimos aquí. Ilich pensaba que no debíamos dejarle a los blancos un estandarte viviente, especialmente en las difíciles circunstancias presentes. Ya no hice más preguntas y di por cerrado el asunto». Richard Pipes, en su historia de la Revolución rusa, afirma que la decisión se tomó a principios de julio, «con toda probabilidad, en la reunión del Consejo de Comisarios del Pueblo celebrada la noche del 2 de julio». En esa misma noche se decidió nacionalizar el patrimonio de los Romanov. Trotski lo justificó más tarde: el crimen de los Romanov fue «necesario» y «oportuno»: «la severidad de este castigo demostró a todo el mundo que seguiríamos luchando de manera inmisericorde sin reparar en nada. La ejecución de la familia del zar era necesaria no sólo para atemorizar, causar horror e infundir una sensación de desesperanza en el enemigo, sino a la vez para dar una sacudida a nuestras propias filas, para demostrarles que no habría retirada, que lo que teníamos por delante era la victoria total o la perdición total».
El Soviet de los Urales ya había liquidado al hermano del zar, Miguel, técnicamente, el último emperador de la Historia de Rusia. Sin aspiraciones políticas de ningún tipo, vivió despreocupadamente en Petersburgo hasta marzo de 1918; trasladado a Perm, vivió hasta junio en el Hotel Korolev de la ciudad, bajo arresto domiciliario. Cuenta Montefiore: «como la Legión Checoslovaca amenazaba Perm, un miembro de la checa local, Gavril Miasnikov, de veintinueve años, que estaba conchabado con los camaradas de Ekaterimburgo, reclutó a cuatro rufianes que, según sus propias palabras, estaban dispuestos a morder con sus dientes a cualquiera en la garganta. El 12 de junio, a medianoche, Misha y su secretario, Johnson, fueron secuestrados por los agentes de la checa, que los sacaron de su hotel, los llevaron en un coche de caballos hasta un bosque situado a las afueras de la ciudad y los asesinaron de un tiro en la cabeza. Después de robar el reloj de plata de Misha, quemaron sus cadáveres con queroseno. Miasnikov declaró que Misha había escapado y luego desaparecido, pero tras ser informados de lo sucedido, Lenin y Sverdlov aprobaron la acción». El asesinato de Miguel Romanov marcaría el patrón con el que Moscú se conduciría tras la masacre de la familia de Nicolás: silencio mediático, posterior difusión de una historia amañada (siempre el intento de fuga y los enemigos de la Revolución de por medio), desvinculación de Lenin de cualquier influencia en la decisión, informaciones contradictorias acerca del destino del cadáver y versiones provisionales escritas desde el Kremlin, que se tragó sin contrastar casi toda la prensa extranjera.
El 17 de julio, el Soviet de Ekaterimburgo, a través de su presidente Belobódorov, informaba de los acontecimientos de la Casa Ipátiev al Kremlin con un telegrama descubierto más tarde por los blancos al ocupar la ciudad; descifrado dos años después, en París, el telegrama revelaba toda la verdad: «MOSCÚ Kremlin Secretario del Consejo de Comisarios del Pueblo Gorbunov con verificación de vuelta. Informa Sverdlov toda familia sufrió mismo destino que cabeza oficialmente familia perecerá durante evacuación. Belobódorov.» El 18 de julio, Sverdlov redactaba una nota que, publicada en Izsvetia y Pravda, publicaría íntegramente el Times de Londres, el 22 de julio: «Recientemente, Ekaterimburgo, capital de los Urales Rojos, se vio seriamente amenazada por la aproximación de las facciones checoslovacas. Al mismo tiempo, se descubrió una conspiración contrarrevolucionaria cuyo objetivo era arrebatar al tirano por la fuerza de las manos del consejo. A la luz de este hecho, el presídium del Consejo Regional de los Urales decidió fusilar al antiguo zar Nicolás Romanov, decisión que fue materializada el 16 de julio. La esposa e hijo de Romanov han sido enviados a lugar seguro. Los documentos relativos a este complot se han enviado a Moscú con un mensajero especial.» En la recta final de la Primera Guerra Mundial, el relato soviético del magnicidio prevaleció.
Pero los cuerpos de la esposa, del hijo y de las hijas de Nicolás, junto con el del cabeza de familia, habían sido trasladados a una mina de oro abandonada, junto a un bosque en Kipiatki, a quince kilómetros de Ekaterimburgo. Richard Pipes afirma que una vez en el sitio, Yurovksi ordenó desnudar y quemar los cuerpos. Cita de nuevo sus memorias: «Cuando comenzaron a desvestir a una de las muchachas, vieron un corsé parcialmente desgarrado por las balas; por la rajadura asomaban diamantes. Los ojos de todos se iluminaron y tuve que despedir a todo el grupo. El destacamento procedió a desnudar y quemar los cuerpos. Resultó que Alejandra Fiódorovna llevaba un cinturón de perlas hecho de varios collares cosidos a la tela de lino. Cada chica llevaba al cuello su propio amuleto con la imagen de Rasputín y el texto de su oración. Los diamantes fueron runidos; pesaban aproximadamente medio pud. Tras guardar todos los elementos de valor en las bolsas, los demás objetos hallados en los cuerpos fueron quemados junto a ellos y los cadáveres descendidos a la mina». El propio Yurovski contó que el 18 de julio regresó al lugar con más queroseno y ácido sulfúrico. Desenterró los cuerpos con la intención de llevarlos a Moscú, pero por el camino, el barro impidió avanzar a los camiones. «El nuevo entierro tuvo lugar en una fosa menos profunda en las cercanías. Se vertió ácido sulfúrico en el rostro y los cuerpos de las víctimas y el sitio fue cubierto de tierra y ramas. El punto exacto donde se les enterró se mantuvo en secreto hasta 1989».
Lenin había escrito en 1911 que «era preciso decapitar a por lo menos un centenar de Romanov». En 1918 se especuló durante meses sobre un juicio en Moscú a «Nicolás Romanov, el cual sería, según decían los diarios, el primero de una serie de juicios a figuras destacadas del régimen. Al derrocado zar le serían atribuidos únicamente los delitos que hubiese cometido como gobernante constitucional, esto es, después del 17 de octubre de 1905. Entre ellos estarían el así llamado golpe de Estado del 3 de junio de 1907, que había violado las Leyes Fundamentales al cambiar arbitrariamente la ley electoral; también el gasto impropio de los recursos nacionales a través de partidas reservadas dentro del presupuesto, y otros abusos de autoridad», dice Pipes.
El historiador asegura que en junio, la idea del juicio quedó descartada por la proximidad de los checos y la inviabilidad de una evacuación a Moscú: «Hay pruebas convincentes de que, poco después de que estallara el levantamiento checo, Lenin autorizó a la Checa a realizar preparativos para la ejecución de todos los Romanov que había en la provincia de Perm, valiéndose como pretexto de fugas inventadas». Richard Pipes sostiene que los bolcheviques dispersaron rumores acerca de un asesinato accidental de Nicolás un mes antes, el 17 de junio, cuando los periódicos de Moscú (los que aún estaban permitidos, cada vez menos) anunciaron la «desaparición» de Miguel Romanov, para probar a la opinión pública. El resultado fue una abrumadora indiferencia, tanto dentro como fuera de Rusia, hacia el destino del antiguo zar. «Lo que otorga credibilidad a esta hipótesis es el comportamiento extraordinario de Lenin. El 18 de junio concedió una entrevista al diario Nashe Slovo en la que decía que, aun cuando podía confirmar informes de la fuga de Miguel, su gobierno era incapaz de determinar si el antiguo zar estaba vivo o muerto. Era muy extraño que Lenin diera una entrevista a Nashe Slovo, un periódico liberal y tan crítico del régimen bolchevique como las circunstancias lo permitían, con el cual los bolcheviques no solían tener trato alguno. Igualmente curioso resultó su alegato de una total ignorancia sobre el destino del antiguo zar, ya que el gobierno podía reconstruir fácilmente los hechos del caso».
Sebag Montefiore, basándose en las memorias de Yurovski, describe con detalle la escena de la ejecución. El escuadrón iba armado con seis pistolas, ocho revólveres y dos máuser. «Yo disparé a Nicolás y todos los demás también le dispararon. Estremeciéndose a cada disparo, poniendo los ojos en blanco, Nicolás avanzó unos metros tambaleándose hasta que cayó al suelo. El tiroteo hirió a Botkin y a los criados, que se desplomaron, pero prácticamente nadie había disparado contra el resto de las víctimas, que, congeladas por el terror, no hacían más que gritar. Aquello era un auténtico pandemonio. Yurovski gritaba dando órdenes, pero los disparos eran cada vez más caóticos, el restruendo de las armas de fuego tan ensordecedor, el humo y el polvo tan espesos, que nadie podía ver ni oír nada. Las balas volaban por la habitación. Mientras Alejandra tenía la mano levantada, Yermakov disparó su máuser a quemarropa contra su cabeza, que quedó destrozada, esparciendo a su alrededor restos de sangre y de sesos. María salió corriendo hacia las dobles puertas situadas al fondo, pero Yermakov, sacando una Nagant que llevaba metida en el cinturón, disparó contra ella, alcanzándola en el muslo. Las nubes de humo y de yeso eran tan densas que Yurovski ordenó un alto el fuego y abrir las puertas para que los verdugos, tosiendo y escupiendo sin parar, descansaran un rato mientras escuchaban los gemidos, los gritos y los débiles sollozos procedentes del interior. Sólo Nicolás y Alejandra y dos de los criados habían muerto. Yurovski hizo entrar de nuevo a los asesinos en la habitación, donde encontró a Botkin intentando levantarse. Apoyó el cañón de su máuser contra la cabeza del doctor y apretó el gatillo. Tras divisar a Alexéi paralizado de terror en su silla, con la cara blanquísima salpicada de la sangre de su paddre, Yurovski y su lugarteniente, Nikulin, dispararon repetidamente contra aquel muchacho de trece años, que cayó abatido, pero siguió gimiendo en el suelo hasta que el comandante decidió llamar a Yermakov, que sacó la bayoneta. Mientras Yermakov le asestaba frentéticos bayonetazos, el pobre Alexéi, chorreando sangre, seguía vivo, protegido por su camisa acorazada con diamantes, hasta que Yurovski sacó su Colt, dio un empujón a Yermakov para que le dejara el campo libre, y disparó al niño en la cabeza. Olga, Tatiana y Anastasia seguían ilesas, acurrucadas unas junto a otras, gritando sin parar. Decidimos acabar con ellas. Mientras Yurovski y Yermakov se adelantaban hacia ellas pisoteando los cuerpos que yacían en el suelo, las muchachas se agacharon, agazapándose y cubriéndose la cabeza con las manos. Yurovski pegó un tiro a Tatiana en la nuca, salpicando a Olga con una lluvia de sangre y restos de sesos; luego Yermakov, totalmente empapado de sangre, le dio una patada que la tiró al suelo y le disparó en la mandíbula. Sin embargo, María, herida en una pierna, y Anastasia seguían vivas, y gritaban pidiendo socorro. Yermakov dio media vuelta para apuñalar a María en el pecho, pero una vez más, la bayoneta era incapaz de atravesar su corpiño. Le pegó un tiro. Anastasia era la última de la familia que aún se movía. Blandiendo su bayoneta en el aire, Yermakov la arrinconó y, como un maníaco, trató de propinarle un fuerte bayonetazo que atravesara por fin aquel corpiño protegido con diamantes, pero erró sus golpes, que dieron en la pared. La muchacha gritaba y luchaba, hasta que el verdugo sacó otra pistola y le disparó en la cabeza».