Hace un par de años, también en una tarde de junio, caminaba un poco a la deriva por Bruselas, alejándome de la Grand Place. Hacía sol y, sí, hacía calor. Me molestaban la chaqueta y el pañuelo: el centro de Europa en primavera tiene estas cosas, que es el reino del entretiempo, concepto que a los españoles meridionales nos desorienta y malquista cada vez que hay que hacer una maleta para viajar a los lugares en donde no hace calor en abril. Tenía una iglesia guardada en mi lista de cosas que ver en Bruselas: Notre-Dame de la Chapelle.
Llegamos sobre las tres. No había nadie, ni dentro, ni fuera: una plazoleta sobria, aislada en un recodo y arrimada a unas callejuelas repletas de terrazas, junto a una avenida ancha que conectaba con los distritos más modernos de la ciudad. Alguna tapia grafiteada, aspecto algo suburbano, un parquecito con porterías y canastas, parterres y jardincillos; esa parte de las ciudades europeas que va gradualmente alejándose de los cascos históricos pomposamente reconvertidos en decorados temáticos para turistas, y va haciéndose genuinamente residencial. Es decir, que exhibe signos de estar habitada por algún tipo de clase media resiliente, lejos de la periferia arrabalera a donde va toda la emigración y también lejos de las limpias y geométricas urbanizaciones de adosados que moran los que aún se van de vacaciones dos veces al año, tienen a sus hijos en colegios de pago y dos coches en el garaje.
Dentro, la atmósfera silente de las iglesias en Europa. Muros altos y blancos, mucha luz; pilastras con escudos y blasones adosadas a estatuas de próceres, como también es típico allende los Pirineos. Crucería gótica, coro austero y un púlpito barroco que se desparramaba sobre las filas de bancos; varias águilas de factura napoleónica custodiando las naves laterales, y un ábside canónicamente gótico, sin retablo. Y al salir, casi sin darnos cuenta, en un nicho de madera negra gótica empotrado a la derecha del portón de entrada, frente a los atriles con los folletos de publicidad, con letras doradas, y en latín: la tumba de Pieter Brueghel el Viejo. Recordé la primera vez que vi el Triunfo de la muerte. La sala flamenca del Prado suele estar llena de gente atenta al tríptico del Bosco. Pero aquel cuadro, como los Cazadores en la nieve, tiene algo indefinible: inefable. Algo que sabía quien estaba allí enterrado, en aquel nicho gótico prácticamente imperceptible, en aquella iglesia un poco a trasmano de todo en Bruselas. Y que el resto sólo podemos intuir, tan embelesados como perturbados; sensación también difícil de definir que Tarkovski describió inmejorablemente sin utilizar ninguna palabra. Para eso sirve el cine, que es la exoliteratura.