Míralo. Míralo ahí, tirado en la cama, como un guiñapo. Míralo cómo observa con sus ojillos de roedor desesperado, acorralado en una esquina, a punto de recibir el zapatillazo. Es eso, en realidad. Está a punto de recibirlo. Pero espera algo. ¿Qué puede esperar semejante trozo de carne tumorada llena de cáncer y de muerte? Algo, algo esperan sus ojillos cautivos de la fiebre y del anhelo.
En la habitación están sus dos hijos mayores, que prestan atención a cada gesto del viejo moribundo. Ya no tiene piernas, y hace un par de días le cortaron un brazo. Está calvo e hinchado. Le quedan horas. Pero espera algo. ¿El qué? Parece una absurda incongruencia que un ser que casi no es humano (sino fuera por el brillo de sus ojos alucinados, por la forma remotamente humanoide de su cuerpo destrozado, nadie podría decir que él es humano) aguarde una última gracia de la vida. Sin embargo, lo espera. Mira a la puerta, a veces fija su mirada esquizofrénica durante minutos eternos en el pomo de la puerta blanca de la tétrica habitación de hospital público en la que morirá, indefectiblemente. Sabe que de allí no va a salir, y que ese olor nauseabundo que penetra por la pituitaria y la enloquece hasta anestesiarla, ese olor de hospital público, hedor de muerte con forma de cráter esterilizado y primermundista, será lo último que se lleve de este mundo. ¿Pero acaso puede todavía oler? Aguarda, aguarda mirando, y de vez en cuando mira a sus hijos como implorándoles algo. Hay una pregunta, una devastadora interrogación en su mirada muda. Ya no puede hablar, sólo gemir, mugir como un toro de Falaris que se asa por dentro. Mira a sus hijos, pregunta con un dolor que no se puede sondar, un dolor de Viejo Testamento, y retornan sus ojos a la puerta. Y de pronto, ella. La puerta se abre y entra ella. Es una señora de casi setenta, con el pelo enlacado y gafas enormes, cuadradas y ahumadas. Los ojillos febles del viejo súbitamente se relajan, como dando las gracias. Ha desaparecido la tensión nerviosa que estremecía su cuerpo lacerado, mutilado y sin autonomía. Ella se acerca y acaricia su mejilla tumefacta. La angustia se ha ido. Pero míralo, míralo. Por favor, míralo. Ahí la tiene a ella, que es una emperatriz. Era lo único que anhelaba el viejo trozo de carne infecta, moribunda, que va a perecer, al fin, con una consolación última. Definitiva. Pero esa consolación, ese alivio, ¿a quién pertenece? ¿Le pertenece a él? ¿Qué hizo para merecerlo? Una vez le rompió una silla en la espalda. A ella, sí. A ella. Que era la otra, sin serlo. Que es la madre de sus hijos, a la que juró ante Dios querer y proteger, pero a la que nunca quiso ni protegió hasta que él mismo se transformó en un despojo indefenso. Entonces ella lo amó y su cariño lo envolvió como un velo de luz, y eso que él no lo mereció jamás. Por que él la arropó a ella siempre con un sudario de sangre, de lágrimas y de padecimiento. La preñó cuanto pudo y la hizo su esclava: hazme de comer y dame de beber, mientras yo me emborracho cada noche con las rameras de Babilonia. Se gastaba el dinero que había de vestir a sus hijos en una morena agitanada que fue la causa de su bíblico castigo. Una mañana amaneció en una cuneta, y ya no pudo andar. Sálvemela, le dijo muchos años después al oncólogo, sálvemela, dijo, él, sálvemela que ella es mis manos y mis pies. Ella, la perra apaleada, la que no servía sino para dar de comer y de beber, la que sólo podía ser preñada y maltratada, la madre de sus hijos. Ella, un día, llegó a casa diciendo que tenía cáncer, y él, hez sembrada en una maceta con ruedas, sintió resquebrajarse el Universo, como Macbeth cuando vio a su doña muerta. Lejos quedaba también aquel otro día en que la echó de casa a palos, una vez que llegó borracho perdido, apestando a puta. O el día en que la niña mayor llegó diciendo que estaba embarazada, y la culpa fue de ella, por supuesto. De la otra, de su mujer. Fuera el cinturón y a sacarle brillo a la hebilla en la carne dura y tejida por la fuerza evolutiva de una estirpe de hembras troyanas, de Hécubas y de Andrómacas, sufridoras, cautivas, dueñas de la sal que corre por la Tierra. De ella, de la misma mujer que ahora, herida por el cáncer pero todavía viva, entraba por la puerta erguida y buena, cálida, sobria, amable, matriarca, para darle a él, un ser inmundo y despreciable, un postrero instante de indulgencia capaz de cerrar todas las cicatrices del mundo.