Una tarde de 1928

Un hombre todavía joven, al final de sus veinte o en sus primeros treinta, salió apresurado de su librería favorita, en la travesía Trujillos. Caminó con paso largo, calándose su borsalino oscuro de fieltro. Hilanderas abajo, esquina con Arenal, está su kiosco habitual. Llega a tiempo para llevarse el último Heraldo de Madrid que quedaba. 

-¡Cómo vuela la prensa liberal vespertina! Ha estado usted vivo, joven. Me lo ha quitado prácticamente de las manos.

El aludido se giró. Ante él, otro, un hombre maduro que debía frisar la cuarentena, espigado y elegante, sonreía; en la manera en que había pronunciado prácticamente, el primero advirtió un puntito burlón que le agradó. Un fedora burdeos de buena factura le oscurecía media cara, dejando ver tan sólo un bigote fino cuidadosamente perfilado y una barbilla prominente, perfectamente rasurada. Vestía levita marengo de paño fino, corbata a tono con el sombrero, y de un simple vistazo el primero advirtió que el desconocido atufaba a potentado. Le tendió el periódico.

-Si le place, no tengo inconveniente…

El otro negó, enérgico, con las manos, sonriendo, con un gesto desenvuelto.

-¡Ni hablar, amigo! ¡Dios me libre de molestarle!

-No hay molestia.

-En absoluto, por favor. Insisto.

Y con algo de teatralidad, rebuscó en el bolsillo interior de la levita, sacando una estupenda pitillera de carey. La abrió, con una sonrisa que descubrió una dentadura cuidada, blanca como la nieve.

-¿Fuma usted?

-Con mucho gusto.

Al hombre joven no se le escapó el aspecto gastado y mellado, muy usado, del mechero de gasolina con que el desconocido acompañó servicialmente el ofrecimiento de un cigarro, y el raro contraste que hacía con la lujosa pitillera. Ambos echaron a caminar por la calle Arenal, en dirección al Palacio Real. El joven desplegó ante sí el Heraldo: debajo de la cabecera, un mapa de Europa a cuatro columnas, con la figura del periodista Manuel Chaves Nogales sobreimpresionada y una ruta, fabulosa, que el reporter llevaba haciendo desde el verano, en avión, por la Unión Soviética. Hacía una tarde agradabilísima, de finales de septiembre. El cielo se anaranjaba, impregnando las fachadas de una luz apacible que parecía envolverlo todo con un velo que serenaba el espíritu.

-¿Le importa que camine a su lado…?

-Faltaría más, contestó el joven, levantando la mano con que sostenía el cigarro.

-Ah, no le de importancia. En realidad, me apetecía comprarlo para que me deje ver lo de Nogales.

Y en la cara del hombre maduro se dibujó una expresión puramente infantil, de chiquillo que previene al otro de una traviesa picardía.

-Es maravilloso, ¿verdad? Todas esas historias horripilantes de la Rusia roja…tienen algo ciertamente fascinante, ¿no le parece?

El joven se lo quedó mirando, sin saber qué replicar. Le interesaba especialmente el anunciado reportaje sobre Casanellas, uno de los asesinos de Eduardo Dato. Chaves había ido a Moscú a entrevistarlo. Por eso había volado hacia el kiosco, temeroso de perder un texto tan preciado a su curiosidad. Cuando abrió la página en la que precisamente el periódico insertaba el relato del encuentro entre el periodista y el magnicida, el hombre del fedora burdeos lanzó una exclamación de júbilo.

-¡Vaya, aquí está!

-¿Le interesa a usted también lo de Casanellas?

-¡Cómo no! Usted no sabe lo que fue aquello de Dato. ¿Se acuerda?

El joven lo miró picado en su curiosidad, atento al indisimulado goce infantil que aquello parecía provocarle a su acompañante.

-Vagamente…por aquel entonces no vivía en Madrid, y ya sabe que a provincias todo llega muy tarde…

-Tiene usted razón, mucha razón. Pero, ¡qué cosa!

Caminaron unos metros en silencio, mientras alrededor, el bullicio se espesaba. Hacia el Palacio Real afluía una constante corriente humana, que se esparcía al final de un día de trabajo y ocupaciones.

-Esto de matar al gobernante, con violencia desusada, es una pulsión muy española.

Aguardó un segundo, como ensimismado en sus propias palabras.

-Muy española. ¿No cree?

Habían llegado hasta la plaza de Oriente. El imponente palacio, con su fachada ciclópea color de crema, parecía arder en llamas: los rayos del sol poniente se proyectaban sobre su inmensa superficie, pespunteada por ventanucos y balcones, creando una ilusión óptica que derramaba la sensualidad del crepúsculo por toda la plaza. Como embriagados por la visión, los dos hombres se quedaron mirando en silencio un momento, hasta que el maduro del fedora tiró el cigarro al suelo, sin cuidarse de aplastar la colilla. Se arrebujó en la levita; empezaba a caer el relente, anunciado por la blandura de la atmósfera. Miró al joven con ansiosa curiosidad durante un segundo. Luego le tendió la mano mientras esbozaba, otra vez, una sonrisa completa.

-Ha sido un verdadero placer este pequeño paseo nuestro. Lamento haberlo importunado. ¡De verdad que tenía ganas de ver lo de Nogales, estoy enganchado a sus peripecias!

-No ha sido ninguna molestia, caballero. Y gracias por el cigarro, apuntó con media sonrisa el joven, a la vez que apuraba una última calada y lo arrojaba a sus pies, antes de pisarlo con esmero. El otro detuvo la vista en el zapato mientras el joven hacía el gesto de apagarlo, como si el detalle le suscitase un interés irresistible.

-En fin, disfrute del periódico, joven. Yo me voy a mi casa. Vivo aquí.

El joven abrió el periódico de nuevo, tras haberlo plegado para despedir al desconocido. De pronto le sorprendió lo extraño del comentario. Alzó la mirada y vio cómo el hombre caminaba lentamente, como gustándose movido por una música que sólo oyera en su cabeza. Atravesó la plaza, con su levita marengo y su fedora burdeos, y se dirigió directamente hacia la garita junto a uno de los portillos, discretos, de la fachada lateral del Palacio. Los dos guardias reales, al verlo, se envararon, taconeando severos y cuadrándose con exquisita marcialidad. El joven vio cómo el desconocido se tocaba con desenvoltura el ala del fedora, abría el portón, lo cruzaba, y la puerta se cerraba tras él, como si la gran ballena cremosa del palacio lo hubiera engullido de repente.

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