Dos hombres en el Café Eiles

La tarde es tibia. Se ha despertado la primavera, y a la ciudad le crujen las vestiduras, quiere romper la escarcha y salir del ataúd del invierno. Los rayos de sol oblicuos que proyecta el atardecer encarnan la fachada del Rathaus. Por el centro de la ancha Auespergerstrasse circula atestado el tranvía, que parece un navío de línea atravesando un canal veneciano. El día es espléndido. Sin embargo, dentro del café, la atmósfera está un poco cargada. Nubecillas de humo, aposentadas en el ambiente desde por la mañana, flotan sobre las cabezas de clientes que llevan chupando sus pipas y leyendo el periódico desde muy temprano, por la mañana. El ajetreo es permanente, se escuchan las conversaciones sottovoce, algún exabrupto, sin duda exclamado en el arrebato de la tertulia política; el entrechocar de los platos, el ir y venir de los camareros. El Eiles no es de los mejores cafés de la ciudad, pero está bien. No es el Central, no hay tanto bullicio, y naturalmente, es más barato. Además, está cerca del centro, ma non troppo. Es uno de esos sitios ideales para quienes andan cortos de dinero, o quieren pasar desapercibidos. Es fácil pasar inadvertido ahora en la ciudad, y más con el verano en ciernes. Es agradable sentarse en una de las mesas del Eiles, sobre todo en las que están junto a los anchos ventanales que dan a la Auespergestrasse: se puede pasar la tarde confortablemente fumando y tomando un poco de café, o quizá algún vino con gas, hojeando morosamente el periódico y mirando por la ventana el discurrir de la vida. Dos hombres, en particular, llevan horas sentados en mesas adyacentes. Los separa un asiento. Ambos miran de vez en cuando, distraídamente por dos ventanas que están juntas: si se los observase desde fuera, desde la calle, se verían sus caras, absortas cada una en sus propios pensamientos, apenas a dos metros de distancia, enmarcadas por los listones de madera de los viejos ventanucos vieneses.

Uno tiene 35 años. Lleva en la ciudad sólo unos meses. Su aspecto es robusto, basto, de campesino aceitunado. Luce un mostacho fiero y viste un gabán raído, de apariencia muy usada. Se toca con una gorra sucia y vieja, muy manoseada, que lleva todo el día descansando sobre la mesa donde el hombre garabatea a veces compulsivamente. Junto al cuaderno hay varias piezas de ajedrez desperdigadas, con las que se entretiene en sus ratos de abstracción. El hombre de la otra mesa es mucho más joven. Tiene 24, aunque parece débil y enfermizo: enjuto, sin fuste, su cara amarillea, el bigotito con que tachona su nariz semeja una pincelada ridícula y como dada al azar. Viste un traje oscuro, limpio, pero barato. Tiene desplegados ante sí varios folios, cada uno con un boceto distinto. El trazo es mediocre, y últimamente, desesperado: lleva una hora haciendo rayones negros, sin forma, mientras mira con gesto amargo por la ventana. Empezaba a oscurecer, aunque la luz aún vivificaba el paisaje urbano, creando sinousas alegorías naranjas y ocres sobre las fachadas y las copas de los árboles, por fin resucitadas y libres del frío. En el café, como por ensalmo, el parloteo de las voces pareció sosegarse, como si lo dulzón del aire que trae consigo el crepúsculo hubiera hechizado los gestos y las voces dentro del local, serenándolas.

-¿Tienes fuego, compadre?

El joven vio ante sí plantado al grandote del mostacho. Creyó reconocerlo. A veces había visto su figura ruda cruzarse ante él en los paseos que gustaba dar por las mañanas por los jardines del Schönbrunn, entre la glorieta y la bonita laguna artificial que mandó levantar la emperatriz María Teresa.

-No, excuse. No fumo.

El del mostacho se tocó ligeramente la gorra, y sus botas sonaron sobre el entarimado, hacia la calle. El murmullo del café pareció despertarse de nuevo. Se acercaba la noche, y el alumbrado público ganaba ya a las sombras. El del bigotito se puso a mirar otra vez por la ventana, al tiempo que dejaba los lápices con desgana sobre la mesa.

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