El 6 de mayo de hace 490 años, más de 30 mil soldados del ejército imperial de Carlos I de España y V de Alemania tomaron Roma al asalto y la ocuparon durante diez meses. Dos años antes, en 1525, ese mismo ejército había derrotado en Pavía al del rey francés Francisco I, desequilibrando la balanza italiana hacia el lado español. Un infante vasco hizo prisionero al rey de Francia, quien, cautivo en la Torre de los Lujanes de Madrid, firmó un tratado de paz que incluía la renuncia francesa al norte de Italia; un año después, ya libre, Francisco I retomó sus aspiraciones patrocinando la Liga de Cognac: una entente entre Francia, el papa Clemente VII, la república veneciana, los Sforza milaneses y los Médici florentinos, promovida por el Santo Padre.
En mayo de 1527, Carlos V tenía en su poder Milán, arrebatada al infiel Francesco Sforza, repuesto en el ducado tras Pavía. Pero sus tropas estaban hambrientas, desengañadas, se les debían meses de soldada y, en definitiva, el motín y la anarquía estaba a punto de caramelo. Por otra parte, Clemente VII, también Médici, veía cernerse sobre Italia la pinza española: por el sur, Nápoles, que había pasado a la Corona hispánica definitivamente a principios de siglo; por el norte, la Lombardía, y una hábil política de alianzas estratégicas que aislaban los territorios de los Estados Pontificios.
Ya en el otoño de 1526, Roma había sufrido un asalto: los Colonna, poderoso linaje de patricios romanos, tomaron el Vaticano con cinco mil de sus hombres, obligando a Clemente a refugiarse a escape en Castel Sant´Angelo. Todo esto había sucedido con la aquiescencia del emperador Carlos, quien no obstante, siguiendo un doble juego diplomático muy conveniente a sus intereses, reconvino a los Colonna, tradicionales aliados de España en Italia, e intercedió en su retirada. Hay probada evidencia, según recoge el Memorias del Saco de Roma publicado por el historiador Antonio Rodríguez Villa a finales del siglo XIX, de que Carlos V manejaba la posibilidad del golpe militar contra Clemente al tiempo que, públicamente, buscaba una resolución pacífica y diplomática de la cuestión cenital, heredada desde los tiempos de Marsilio de Padua: la subordinación del sacerdocium al imperium, la eliminación de la potestad plena de los papas sobre los asuntos políticos y militares de las naciones cristianas de Europa, la hegemonía terrenal de la corona imperial Habsurgo en tanto institución humana representante del pueblo universal, facultado directamente por Dios para legislar, también, sobre las cosas de la Iglesia.
La Roma de Clemente VII, según parece, era una suerte de Sodoma tiranizada por los Médici. Cita Rodríguez Villa una relación anónima, probablemente la de un tratante español llegado tras el Saco, o de un soldado: «En Roma se usaban todos los géneros de pecados muy descubiertamente, é casi general en todo sodomía, idolatría, simonía, hipocresía, imposiciones sobre la república, así del tiempo pasado como puestas por este Pontífice.Cosa admirable, que tenía a panaderos é carniceros puesta gavela sobre las escobas, sobre las ollas, sobre los que de su sudor vivían, echando carga sobre los azacanes, sobre todos los géneros de cosas, que no podré explicar por menudo las nuevas invenciones de tiranizar, y hales tomado Dios cuenta toda junta». Dice Ana Vian Herrero (catedrática de Literatura Española y especialista en literatura sobre el Saco) en el prólogo de la edición de Almuzara de las Memorias del Saco de Antonio Rodríguez Villa, que Roma gozaba de «una cultura que se permitía una anómala libertad de costumbres y de palabra», producto de «una convergencia extraordinaria de talentos», habitantes todos de una ciudad corrompida moral y materialmente, súbditos de una monarquía eclesiástica invasora de todos los ámbitos de la vida pública y privada, cuya justicia y orden civil era despótico y arbitrario.
El ejército imperial estaba en Milán al mando de Carlos III de Borbón, el llamado Condestable. Con este título se conocía a los comandantes en jefe de los ejércitos franceses. Sin embargo, el Borbón dejó de servir al rey francés en 1521, pasándose al Emperador en una de las muy habituales traiciones de la época, sobre todo en el escenario de operaciones italiano. Una de las ideas que manejaba el Emperador Carlos era la de satisfacer las acuciantes demandas de su tropa conquistando alguna de las ciudades de la Liga y dejándolas a merced de la soldadesca. Se intentó con Florencia, pero, como le escribió más tarde el regente de Nápoles, Juan Bartolomé de Gattinara, también presente en las jornadas del Saco, a Carlos V, «después de que monseñor de Borbón se encontrara con el ejército de Vuestra Majestad contra Florencia y Siena, siendo informado de que la mencionada ciudad de Florencia estaba muy fortificada, y que dentro de esta ciudad se encontraba el ejército de la Liga para la defensa, de modo que la expugnación hubiera sido imposible, o al menos tan complicada que existía el peligro de que el ejército de Vuestra Majestad, por la necesidad de suministro y otras cosas y falta de pago, se habría disuelto, pudiéndose perder del todo; sabiendo, por otra parte, que Roma se encontraba desarmada y que, tomándola y metiéndola junto con el Papa, en grandes necesidades, se ganaría todo lo demás, o al menos sería tan ventajoso su utilidad y aprovechamiento del cual Vuestra Majestad quedaría satisfecha; le pareció mejor al mencionado señor de Borbón dejar la empresa de Florencia, y alargando las jornadas dirigirse con el ejército hacia Roma».
Benvenuto Cellini se encontraba allí. Cuenta las jornadas del Saco en su célebre Vida. El magnífico orfebre y escultor renacentista, autor del Perseo que puede verse en la Signoria de Florencia, era un rufián extraordinario, camorrista, pendenciero y amante de la bulla. Relata que el día 6 de mayo, muy temprano, cogió un arcabuz y tomó a su cargo 50 hombres, a cuenta de Alejandro del Bene, un patricio al que también había ayudado el año anterior, cuando el asalto de los Colonna. «Llegamos a las murallas del Campo Santo, y desde allí vimos aquel maravilloso ejército que ya estaba esforzándose al máximo para entrar. En aquel lugar de las murallas adonde nosotros nos acercamos, había muchos jóvenes muertos por los que estaban fuera; allí se combatía a más y mejor; había una niebla tan espesa como uno pueda imaginarse».
El Condestable cayó a las primeras de cambio, según todas las fuentes, de un arcabuzazo. Cellini fanfarronea ladinamente en sus memorias, escritas mucho después, con haber sido él el responsable de tamaña baja: «Y dirigiendo mi arcabuz hacia un grupo de la batalla muy numeroso y apretado, apunté hacia el medio, precisamente a uno a quien veía sobresalir sobre los demás, impidiéndome la niebla ver si estaba a caballo o de pie. Me volví acto seguido hacia Alejandro y Cechino, diciéndoles que dispararan sus arcabuces, y les enseñé la manera para que no recibieran un arcabuzazo de los de fuera. Así lo hicimos dos veces cada uno; yo me asomé hábilmente a las murallas y vi por entre ellas un tumulto extraordinario, pues resultó que con nuestros disparos matamos al Borbón, que había sido el primero que yo había visto sobresalir sobre los demás, por cuanto después se pudo saber».
Lo cierto es que la muerte del Condestable desató la ira de la tropa, ya de por sí muy predispuesta por las esperanzas de saqueo y expolio. Roma estaba paupérrimamente defendida: 5 mil hombres, entre guardias suizos del Papa y milicias locales. La cólera de la mejor infantería de la época, la española, fue apocalíptica. Completaban la famosa infantería muchos regimientos de alemanes e italianos. Lo que se cuenta de los lansquenetes tudescos, literalmente, mercenarios, del alemán «landsknecht», y de los infantes españoles, excede cualquier previsión que el Emperador pudiera tener con anterioridad a los hechos. Sigue describiéndole Gattinara a Carlos V que «entrados los nuestros, saquearon todo el Burgo, y mataron a casi toda la gente que encontraron, haciendo solamente algunos pocos prisioneros. Los enemigos que se encontraron en Roma en el momento del asalto eran pocos, y en total creo que no pasaban del número de 3000, y en verdad no hicieron mucha defensa; y actuó en desventaja suya la oscura niebla que aquel día se puso en el aire con la que apenas una pesrona podía ver a otra. El combate duró por espacio de dos horas, y los romanos, como hemos entendido, eran quienes tenían el convencimiento que ni el Burgo ni Roma podían expugnarse de ninguna manera sin artillería; y por otra parte, esperaban la ayuda del ejército de la Liga».
Cellini cuenta que varios de los principales capitanes a sueldo de los Médici asesinaban a quienes de entre la población se mostraban renuentes a defender la ciudad; a él mismo se lo llevaron a la fuerza a Castel Sant´Angelo. «Al mismo tiempo que yo subía a la torre del homenaje, el papa Clemente entraba en el Castillo por los corredores, porque no había querido abandonar antes el palacio de San Pedro, ya que no podía creer que los enemigos entrasen».
Martín García Cerezeda era un soldado cordobés de la infantería española desplegada en Italia. Vio morir al Condestable, «ferido de un tiro de mosquete, de la cual ferida, en breve tiempo, murió. Viéndose ansí ferido este buen general, se mandó cubrir y llevar donde no fuese visto de su gente por no dar estorbo a la caballa, la cual no se dejó de dar con gran furia é saña». Sigue: «Después de haber ganado el burgo é palacio Sacro, estuvo la gente reposando fasta cuatro horas después del mediodía, que se tocó arma y se fué á ganar la ciudad, la cual estaba muy fortificada é guarnescida de mucha gente. Mas como los españoles llegasen á puente Sixto (que es uno de los puentes que están sobre el río Tiber, por do se sirven los de la ciudad de los burgos), les que estaban en la guardia del puente escomienzan á fuir; de manera que casi sin peligro se ganó la ciudad».
Fueron grande «el bullicio é priesa de la matanza y saco, que no hay juicio humano que lo pudiese narrar. Allí no se tenía respeto á Dios, ni vergüenza al mundo; robando y sacrilegiando las iglesias y lugares sagrados, saqueando las casas de los cardenales, patriarcas, arzobispos, y a toda la Iglesia, y las casas de los embajadores y cortesanos, ansí los de nuestra nación como de otras. Iba generalmente el fuego de la guerra sembrado por todas partes de Roma. Luego se puso cerco en el castillo de Sant Angelo, donde estaba el Papa con seis cardenales y tres obispos, y Renzo de Ceri, romano, con cuatrocientos arcabuceros, con otros nobles cortesanos». Allí estaba Benvenuto Cellini, manejando una bombarda «que había dejado un bombardero llamado Juliano, quien se asomó a la almena del castillo y vio cómo saqueaban su pobre casa y maltrataban a su mujer y a sus hijos, de manera que, para no alcanzar a los suyos, no se atrevía a disparar con sus piezas. Había arrojado la mecha encendida por el suelo; con grandísimo llanto se arañaba el rostro y lo mismo hacían otros bombarderos. Por lo que yo tomé una de aquellas mechas y me hice ayudar por algunos de los que estaban allí, los cuales no sufrían por los citados motivos; apunté con algunos sacres y falconetes hacia donde veía el peligro y con ellos maté a muchos hombres enemigos. Si no hubiera acontecido esto, la parte que habría entrado en Roma aquella mañana habría ido directamente hacia el Castillo; y es posible que hubiera entrado fácilmente, porque las piezas de artillería no se lo habrían impedido. Yo seguía tirando; por ello algunos cardenales y señores me bendecían y me daban grandes ánimos».
Los treinta mil imperiales desparramados por la ciudad santa de la Cristiandad parecían aqueos arramblando con Troya después de bajarse del caballo. Le escribía Galleacio Capella, un secretario milanés, al entonces príncipe Felipe, heredero del Emperador, que «las reliquias de los templos fueron sacadas, las vírgenes forradas, la cruedad se extendió no sólo contra los hombres pero aun contra mármoles y antiguos bultos de los Romanos; y no se acabaron en esto los males. Porque los soldados, aposentándosse por las casas que habían saqueado, hicieron a los Cardenales, Obispos, Embaxadores, ciudadanos y mercaderes y á todo el pueblo romano, á los cuales ya una vez habían rescatado sin dexarles cera en oído, que mantuviesen el exército. Y los mesmos soldados á manera de escarnio, vestidos como obispos y sacerdotes, andaban por Roma, holgando y tomando placer como si estuvieran en sus casas de reposo; ni temían al campo de Italia que estaba cerca procurando la benevolencia de los pueblos comarcanos, ni temían al Rey de Francia que enviaba ya otro grosísimo exército y á Lautrech por capitán, para lanzar de Italia á los españoles y restituir al Papa Clemente en su libertad».
Clemente VII capituló en junio, tras esperar infructuosamente ayuda militar de venecianos y franceses. Pero no fue liberado hasta diciembre. Italia era, en la práctica, un cortijo español. Antes, Cellini había tenido tiempo de deleitar al papa con su maestría balística: «Uno de aquellos días el Papa paseaba por la torre redonda, y se veía en Prati a un coronel español, al que conocía por determinadas señas, visto que había estado a su servicio; y mientras lo estaba mirando, hablaba de él. Yo, que etaba encima en el Agnolo y no sabía nada de aquello, pero veía a un hombre que estaba con una pequeña azagaya en la mano haciendo construir trincheras, vestido todo de rojo, meditaba lo que podía hacer contra él. Tomé un gerifalte que tenía allí, que es una pieza mayor y más larga que un sacre, casi como media culebrina; vacié aquella pieza, luego la cargué con una buena porción de pólvora fina mezclada con la gruesa; y después la dirigí perfectamente contra aquel hombre de rojo, dándole una parábola maravillosa, puesto que se hallaba tan distante que el arte no permitía tirar tan lejos con pieza de aquel tipo. Le di fuego y toqué de lleno a aquel hombre de rojo, el cual se había colocado delante la espada, un tanto al modo españolesco; llegada mi bala de artillería y golpeando la espada, se vio al mencionado hombre dividido en dos mitades. El Papa, que no se esperaba semejante cosa, fue sorprendido y maravillado no sólo porque le parecía imposible que una pieza de cañón pudiera llegar tan lejos, sino también por ver a aquel hombre dividido en dos pedazos».
Carlos V mostró «un gran pesar y pena» al enterarse de lo ocurrido, según el soldado García Cerezeda. «Con mucha brevedad, viendo la gran ruina é destruición de Roma, como cristianísimo é temeroso de la honra de la Iglesia y culto divino, escribió a los gobernadores de su ejército mandándoles que, vista su carta, diesen libertad al Santísimo Padre é Cardenales é Obispos, y lo restituyesen en su tierra é fuerzas, reduciéndolo al estado primero». Pero no fue fácil domeñar a la hueste, que llevaba semanas poseyéndolo todo a su antojo: violando, quemando, matando, extorsionando, destruyendo y amancebándose sobre las ruinas de la antigua capital del mundo. Decía Gattinara que «el ejército no tiene ni jefe ni miembros, ni obediencia ni forma alguna, y cada uno se gobierna según su arbitrio. El señor príncipe de Orange y Giovanni d´Orbina y otros del consejo hacen lo que pueden, pero de poco sirve. Los lansquenetes en esta entrada en Roma se han gobernado como verdaderos luteranos, los otros como entre cristianos. La mayor parte del ejército se ha hecho rico por el gran saqueo, el cual ha sido de muchos millones de oro».
El papa hubo de pagar un verdadero rescate a las tropas para que aceptasen devolver la ciudad: «300 mil escudos según la suma que piden los alemanes; y no teniendo el papa para pagar en contante más de 10 mil escudos, vendiendo todo lo que tiene en el Castillo, tanto de su propiedad como de ornamentos de iglesias y bienes de los cardenales y prelados, no se podía tomar buen expediente para asegurar las cosas». Gattinari también refiere que los españoles se mostraron descontentos con tal acuerdo, exigiendo su parte. Los soldados, por nacionalidades, se saqueaban y destruían entre sí. Hasta febrero de 1528, el ejército no pudo ser reunido y sacado de las murallas de Roma. «Grandes dificultades se encontraron para reunir mencionado ejército, porque cada cual estaba ocioso y ocupado de su botín, y no querían salir de las casas, especialmente los lansquenetes, los cuales pensaban que esto fuera una mentira para sacarlos de las casas».
Las bibliotecas de la ciudad fueron arrasadas, así como la Vaticana, cuyos tesoros fueron pasto de la mercadería posterior: como todo gran ejército, toda una mesnada de traficantes y oportunistas cayeron sobre Roma. La anarquía contribuyó a que fueran desvalijados palacios y colecciones, vendidos luego por todo el mundo. Los lansquenetes, según las fuentes, recrearon con un toque herético las procesiones papales: elegían a un «Papa Lutero» y parodiaban de manera sacrílega toda ceremonia religiosa imaginable. «Concluyo diciendo» dice el observador anónimo citado por Rodríguez Villa en su estudio, «que siendo Roma la cabeza de la cristiandad, no se tañe campana, no se abre iglesia, no se dice misa, no hay domingo ni fiesta, no hay viernes ni sábados. Las ricas boticas de mercaderes son establos de caballos; los preciosos edificios han perdido su lustre; muchas casas quemadas y derrocadas; las puertas y finiestras de las otras rompidas y quitadas; las calles hechas muladares; la hedentina de los muertos cosa aborrecible; los animales y los hombres han igual sepoltura; los que amanecen muertos por las calles ponen grima, y tales he visto dentro la iglesia comidos de perros; en las plazas y lugares escombrados llenos de tablas, donde se juegan gran cantidad de ducados; é muchos por no perder tiempo echan los dados en el suelo. Los reniegos y blasfemias es cosa para que los buenos, si alguno hay, deseen ser sordos. No sé qué diga ni á qué lo compare que, excepto la destruicion de Jerusalen, no creo que haya acontecido otra cosa igual á esta, y no á sin razón, que si viviera doscientos años y no viera este día, é ahora lo conozco é conozco su justicia, que aunque tarda no olvida».