El 2 de mayo en Madrid, según testigos presenciales

El 2 de mayo de 1808 José María Blanco White, sacerdote, escritor e intelectual español nacido 33 años antes en Sevilla y bautizado en la fe católica como José María Blanco Crespo, vivía en Madrid merced al patronazgo de Manuel Godoy, primer ministro de Carlos IV. Pero Godoy había sido depuesto hacía un mes largo, tras el Motín de Aranjuez. Como sucede con todos los átomos que gravitan en torno a las estrellas caídas, Blanco White dejó de ser preceptor del infante Francisco de Paula, resbaladizo puesto, en medio de una familia real dividida, al que había accedido en noviembre de 1807 gracias a la intercesión del favorito del rey. Sin embargo, vivió y retuvo los acontecimientos que se sucedieron tras la entrada en Madrid del cuerpo expedicionario francés comandado por Joaquim Murat, a finales de marzo de 1808. Luego los contó prolijamente en la número doce de sus Cartas desde España, epistolario publicado en inglés para el New Monthly Magazine de Londres en el año 1822.

Confiesa Blanco White en su carta, publicada bajo el pseudónimo de «Leocadio Doblado», que tras más de un mes, la presencia de las tropas francesas comenzaba a irritar a la población madrileña. Estacionadas inicialmente en la sierra con la ambigua misión de apoyar la ocupación militar de Portugal y dar cobertura a la Marina de Guerra napoleónica anclada frente a Cádiz, la ausencia de los reyes (el viejo y el nuevo estaban en Bayona, cautivos por necedad propia del sainete que había preparado Napoleón) y la profusión de rumores de toda índole caldearon el ambiente. «Comenzaron a idearse planes atroces para destruir la división francesa acuartelada en Madrid. No hay signos más evidentes de nuestra ignorancia en cuanto al poder y la eficacia de las tropas regulares como las estrategias que circularon por la capital sobre un ataque al ejército francés que seguía desfilando por El Prado los domingos por la mañana. Idearon distribuir entre el público que solía situarse detrás de la caballería unas picas cortas con unas afiladas cuchillas en forma de media luna en sus extremos. Cuando se diese la señal, atacarían a los caballos con estos instrumentos, mientras que para la infantería utilizarían puñales. Protestar ante esos planes absurdos y visionarios o aconsejar que no aireasen públicamente sus intenciones, ya que sólo eso sería suficiente para echar abajo incluso la conspiración mejor planeada, más que inútil era peligroso».

Ese mismo día también estaba en Madrid Jean Baptiste Antoine Marcellin Marbot, edecán de Murat. Tenía 26 años, y llevaba sirviendo desde los 17. Entró en Madrid con el Estado Mayor francés el 23 de marzo, y casi de inmediato se le encomendó la misión de rescatar con vida a Godoy: el Príncipe de la Paz estaba en manos de los partidarios del nuevo rey Fernando, y caminaba hacia una ruina segura. Marbot encontró al depuesto favorito «a dos leguas de los arrabales de Madrid», según cuenta en sus memorias, «horriblemente herido y cubierto de sangre; los guardias de corps que lo escoltaban habían tenido la crueldad de aherrojarlo de pies y manos y atarlo por el cuerpo a una mala carreta descubierta donde estaba expuesto a lo rayos del sol y a los millares de moscas que atraía la sangre de sus llagas, apenas cubiertas por jirones de telas groseras». Su residencia en Madrid había sido arrasada por la turbamulta después del motín en Aranjuez. Allí, al Palacio del Almirantazgo, también conocido como Grimaldi o «de Godoy», fue a instalarse Murat.

De la lectura de las memorias del barón de Marbot, futuro general del Imperio, se colige una admiración franca por los españoles. De lo que vio tras la primera parada militar de los franceses en el Paseo del Prado quedó asombrado «al comparar los anchos pechos y los miembros robustos de los españoles que nos rodeaban, con los de nuestros endebles infantes. Mi amor propio nacional fue humillado, y aun sin prever las desgracias que traería la mala opinión que los españoles concebían acerca de nuestras tropas, lamenté vivamente que el Emperador no hubiese enviado a la península algunos de los viejos cuerpos del ejército de Alemania». Cuando el 2 de mayo se hizo patente que la reunión del rey Fernando VII, su padre Carlos y Napoleón, no era sino una farsa orquestada por Bonaparte para destronar a los borbones españoles y anexionarse de facto España, «la agitación del pueblo y de los Grandes de España aumentó con la llegada de noticias de Bayona, que traían emisarios secretos disfrazados de paisanos y enviados por los amigos de Fernando VII. La tormenta rugía a nuestro alrededor».  Esa mañana de primavera, Murat se aprestó a cumplir las órdenes imperiales: trasladar a los últimos miembros de la Familia Real española desde Madrid al sur de Francia, ardid que Marbot, mucho tiempo después, al escribir sus recuerdos, comprendió afrenta intolerable «para el ánimo de un pueblo fiero y libre».

Blanco White no vivía lejos del Palacio Real. Cuando tuvo noticia de que la guardia francesa a la que se había encomendado el traslado del infante fue atacada por la muchedumbre en el Palacio Real, y de corrido, ésta disparó sobre ella, salió a la calle. «La gente gritando ¡A las armas! fue lo que nos hizo enterarnos del alboroto. Oí que las tropas francesas estaban disparando contra el pueblo, pero me pareció tan impolítico e inconcebible, que no podría quedarme tranquilo hasta saber la verdad». En la plaza de Santo Domingo, mezclado entre la multitud, vio como un piquete de imperiales los dispersó a tiros. «El temor a una masacre indiscriminada surgió de ese ataque que no habíamos provocado, así que cada uno de nosotros intentó buscar cobijo en los callejones que encontrábamos a ambos lados de nuestro camino. Corrí hasta mi casa y, habiendo cerrado la puerta, no pensé en otra cosa, debido al estado confuso de mi mente, que hacer cartuchos para una escopeta que guardaba. Los disparos de los mosquetes seguían oyéndose, pero ahora los sonidos provenían de diferentes direcciones. Tras unos minutos en completo silencio, el sonido cercano de cañones aumentó nuestra alarma; los estaban disparando desde un parque de artillería que, sin objeto definido, el gobierno español mantenía en ese barrio de la ciudad». Era Monteleón, en el corazón de lo que hoy es Malasaña. Allí, otro sevillano, Luis Daoíz, coronel de artillería, había decidido unirse al pueblo insurrecto. Era amigo personal de Blanco White.

Cuando Marbot escuchó los primeros disparos aún no estaba de servicio. Se alojaba en la residencia de un consejero de Indias, don Antonio Hernández, a varias calles del Palacio del Almirantazgo. A esa hora la turba ya mataba a cualquier francés aislado que se tropezase por el camino, echando mano de lo primero que encontrase: aquel día se mataron imperiales a macetazos, a facazos, a palos, linchados, estrangulados, descuartizados, degollados, de cualquier manera. Su huésped le aconsejó marchar hasta la residencia de Murat a pie, y juntos callejearon hasta allí. Probablemente, la precaución de don Antonio le salvó la vida, cosa que Marbot, escribió luego, no olvidaría jamás. El cuartel general que se encontró el joven edecán era presa de «una gran agitación. Aunque no tuviese todavía más que dos batallones y algunos escuadrones, Murat se preparaba a marchar resueltamente contra el motín. ¡Todos estaban montados y yo a pie! Esto me fastidiaba». Cuenta Marbot que recuperó su caballo de la caballeriza del palacete de don Antonio Hernández tras limpiar las calles adyacentes con un piquete de granaderos. De vuelta al Estado Mayor, Murat le ordenó cabalgar como un rayo hasta el Retiro. Allí acampaba la caballería de la Guardia Imperial desplegada en España junto a una división de dragones, la caballería ligera del Emperador. Con ellas, Marbot debía avanzar hasta la Puerta del Sol, donde se concentraba en aquel momento lo más crudo de la batalla entre las unidades de la Grande Armée y el pueblo en armas.

Dice Marbot que «no hay función militar más peligrosa que la de un oficial de Estado Mayor en un país, y sobre todo en una ciudad en insurrección, dado que, marchando casi siempre solo en medio de enemigos para llevar órdenes a las tropas, está expuesto a ser asesinado sin poder defenderse». Tenía que atravesar la calle Alcalá y luego la Carrera de San Jerónimo para alcanzar el Retiro. La mayoría de las esquinas, así como las casas de cuatro o cinco plantas, ofrecían, según Blanco White, «la posibilidad de vengarse de los franceses sin temer a sus disparos. Aquellos que poseían armas dispararon desde las ventanas, mientras que otros arrojaban tejas, ladrillos y muebles pesados sobre las cabezas de los soldados». Marbot tenía que atravesar esa caldera con un grupo de dragones al galope, aliviado por la mala puntería de la mayoría de los tiradores que él advertía apostados detrás de los visillos, «comerciantes y obreros poco habituados a manejar el fusil». No obstante, «a cien toesas del Estado Mayor, fue abatido el caballo de uno de mis dragones, y el populacho salió de las casas para degollar al pobre soldado».

Cuenta el edecán de Murat que él y el resto del pelotón defendió al dragón caído, matando «a una docena al menos de amotinados». Marbot recibió un estiletazo en la manga del dormán, la famosa chaqueta de alamares de los húsares. A lo largo de su inmensa carrera, fue herido once veces. Aquel día ya era veterano de Marengo, Austerlitz, Jena y Eylau. Sacó a sus hombres del apuro, haciendo correr al dragón desmontado «dando la mano a uno de sus camaradas» hasta llegar al Retiro, sin perder a ninguno de sus hombres. Desde lo que hoy es el principal parque público de la ciudad de Madrid, la Guardia Imperial subió al galope hasta la Puerta del Sol, «precedidos por los mamelucos, al mando del célebre y valiente Daumesnil. La revuelta había tenido tiempo de aumentar; se nos tiroteaba de casi todas las casas, especialmente del palacio del Duque de Hijar, cuyas ventanas todas estaban guarnecidas de diestros y numerosos tiradores; así perdimos allí muchos hombres, entre otros al terrible Mustafá, el valiente mameluco que había estado a punto de alcanzar al Gran Duque Constantino de Rusia en Austerlitz. Sus camaradas juraron vengarle, pero por el momento no era posible detenerse; la caballería continuó desfilando rápidamente bajo una lluvia de balas hasta la Puerta del Sol. Encontramos allí al príncipe Murat en lucha con una multitud inmensa y compacta de hombres armados entre los cuales había algunos miles de soldados españoles con cañones, disparando metralla sobre los franceses».

En la Puerta del Sol estaba Blanco White. Se había encaminado allí «sin saber a ciencia cierta el estado de la ciudad y habiendo oído que la revuelta había cesado». Topó con un destacamento francés que guardaba dos cañones. Sin creer de verdad en que era posible que disparasen sobre la multitud, Blanco White avanzó «hasta acercarme a menos de cincuenta yardas de la guardia. Un repentino ¡Aux armes! resonó en la plaza y los soldados que se encontraban delante de mí obedecieron la orden del oficial. La gente corrió calle arriba con gran consternación, pero el miedo me permitió calcular en un instante la distancia y el peligro en el que me encontraba y me lancé a toda velocidad hacia el espacio que dejaban libre los soldados, pudiendo escapar por un callejón en unos segundos del alcance de los mosquetes franceses. Al no oír ningún disparo, deduje que el objetivo de esa alarma era vaciar las calles antes de que oscureciera». Cuenta Marbot que el efecto disuasorio lo completaron los mamelucos, el impresionante cuerpo que Napoleón se trajo de su invasión egipcia. «Los mamelucos, lanzándose cimitarra en mano sobre esta muchedumbre compacta, en un instante hicieron rodar un centenar de cabezas y abrieron paso a los cazadores de la Guardia y también a la división de dragones, que se pusieron a sablear con furia».

Pronto, toda Madrid estuvo ocupada por los casi 30 mil soldados que Murat había hecho convergir sobre el centro de la ciudad. Antes del anochecer, la ciudad quedó desierta, y comenzó la vendetta. Blanco White, de camino a su casa, comprobó el efecto que produjo en la población «los cuerpos de algunas víctimas esparcidos por el suelo, los heridos que se encontraban por las calles, la visible congoja de aquellos que buscaban a algún pariente y la noticia de que todavía había muchos esperando su muerte en El Retiro». Se impuso el silencio, un silencio «aterrador», en palabras del sacerdote sevillano. Marbot, en sus memorias, calcula los muertos españoles en un número de «entre 1200 y 1500». Relata que el palacio del duque de Hijar fue uno de los últimos focos de resistencia: «habían tenido la audacia de permanecer en sus puestos y reanudaron el fuego durante el regreso de nuestros escuadrones a sus campamentos; pero éstos, indignados ante la vista de los cadáveres que los habitantes habían tenido la barbarie de cortar en pedazos, hicieron apear a un número respetable de jinetes que, después de haber escalado las ventanas de la planta baja, penetraron en el palacio y corrieron a la venganza. ¡Fue terrible! Los mamelucos, que habían sufrido las pérdidas más grandes, entraron en las habitaciones, cimitarra y trabuco naranjero en mano, y dieron muerte despiadadamente a todos los rebeldes que encontraron; la mayor parte eran criados del duque del Hijar. Ni uno solo escapó y sus cadáveres, arrojados por los balcones, mezclaron su sangre con la de los mamelucos que habían sido degollados a la mañana».

Blanco White, cautivo de «las ideas más lúgubres», se topó con el moribundo Daoíz «en un lugar llamado el Postigo de San Martín». El coronel de artillería sevillano era transportado por cuatro soldados españoles sobre una escalera que apoyaban en sus hombros. Estaba «prácticamente muerto. Había permanecido desde las diez de la mañana en el lugar donde había sido herido. No había perdido el conocimiento cuando lo encontré. Nunca podré borrar de mi mente ese débil movimiento de su cuerpo, ni sus quejidos, probablemente porque los desniveles de la calle aumentaban su dolor». Marbot termina sus recuerdos sobre aquel día comprendiendo los sentimientos de aquellos madrileños que esa jornada se lanzaron sobre ellos con una furia salvaje. «Como militar, hube de combatir a los que atacaban al ejército francés; pero no podía dejar de reconocer en mi fuero interno, que nuestra causa era injusta y que los españoles tenían razón al intentar rechazar a los extranjeros que luego de haberse presentado en su casa como amigos, querían destronar a su soberano y apoderarse de su reino por la fuerza. Esta guerra me parecía injusta; pero era soldado y no podía rehusarme a marchar sin ser tachado de cobarde. La mayor parte del ejército pensaba como yo, y sin embargo, obedecía igualmente».

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