Cuando los bárbaros asaltaron la ciudad, y se desparramaron por todas sus cloacas, el magnífico emperador, vistiendo su mejor seda, bebió la cicuta en su balcón, mirando cómo se ponía el sol. Le acompañaron cortesanas y poetas, todos de pie, todos admirando el crespúsculo. Todos con sus copas llenas del tósigo, hicieron que tocase la lira; todos esperaron a que bebiera primero el emperador, todos pidieron que la lira tocase más alto, que sofocase el estrépito de sangre que subía desde las calles.
Cuando los bárbaros asaltaron la ciudad, la viuda del soldado atrancó su puerta, y mandó a sus retoños a esconderse, mudos, y que se fundieran con la sombra del ocaso. El centinela de la guarnición abandonó su puesto. El vigía de la torre gastó su carcaj, y luego decidió precipitarse, muro abajo, cayendo como un fardo entre la gritería de los conquistadores. Ánforas vacías de vino y llenas de sangre se hacinaron en el ágora, y los sacerdotes esperaron postrados delante de los altares; altares sin dioses, altares huérfanos.
Unos hombres vestidos de negro avanzaron por una senda, extramuros. De uno en uno, cargaron cajas grandes, que sostuvieron con esmero, a pesar de la urgencia. Unos campesinos se toparon con la hilera; asustados, la creyeron macabra, hasta que vieron a uno agacharse. Recogía el contenido desparramado de una de las cajas. Al acercarse, el campesino le apremió. Que vienen los bárbaros, ya están aquí, todo está perdido. El hombre vestido de negro lo miró durante un segundo. El campesino lo exhortó, irritado por su indiferencia:
-¡Deja eso, sólo es un libro!