Venía sugiriéndome Netflix que viera The Crown desde hacía tiempo. Cada vez que entraba en el ipad me aparecía en sugerencias, tanto, que terminé agregándola a mi lista de favoritos. Pero tenía mis dudas, reticencias, quizá residuos marginales de una anglofobia púber felizmente olvidada, como tantas otras futesas de aquel nefasto tiempo. No me interesaba demasiado Isabel II de Inglaterra, a pesar de que me embelesó el magnífico retrato de su padre que se llamó El discurso del rey. Pero The Crown no va sobre Isabel II de Inglaterra, descubrí más tarde. Como también que Isabel II de Inglaterra es un personaje interesantísimo, deformado por la proyección del cuore con que se conoce vulgarmente en España su figura, la de sus hijos, la de sus nietos, y por extensión todo lo que lleve el apellido Windsor. Fue una afortunada providencia que un día, entre dos Langs, me diera por ver The Crown.
Porque esta serie, cuidada desde la música de los créditos con el esmero con que se limpian los tesoros reales de la Torre de Londres, es un portento narrativo. Un prodigio de guión, producción e interpretación escrito de cabo a rabo por Peter Morgan, el guionista de The Queen o de The Damned United, otras dos finas obras de artesanía audiovisual con el indistinguible sello del cine británico moderno: estéticamente exquisito, dialécticamente inteligente, atrevido, formalmente audaz, pleno de metáforas y de ardides retóricos que completan un conjunto excelente. Cuando digo cine quiero decir exactamente eso: The Crown es una serie de diez capítulos con al menos otra temporada más de continuidad asegurada; igual que el The Young Pope sorrentino, o Breaking Bad, o Los Soprano, o The Wire, han trascendido el medio al que nominalmente pertenecen y se han convertido en subgéneros del arte grande, que a su vez está aprendiendo a sobrevivir en el pequeño formato.
The Crown empieza en 1951, con la última victoria electoral de Churchill. El rey Eduardo es un hombre enfermo; a pesar de haber vencido la devastadora carga que su hermano le puso encima justo antes de que un abismo oscuro se abriera bajo los pies del mundo libre, el peso de la corona ha acelerado su demolición física. Morgan ha escrito unos personajes shakesperianos, poliédricos, y la verité, el gran problema de llevar a la pantalla la cualidad múltiple del alma humana, la salvaguardan unos actores excepcionales: John Lithgow metido en la piel de un Churchill en pleno autodescubrimiento de su decrepitud física y mental; Claire Foy, una niña obligada a crecer muy rápido de la que nadie espera firmeza, determinación o carácter; Jared Harris, el triste inglés suicida de Mad Men, soberbio rey moribundo, o el apabullante Alex Jennings, Duque de Windsor, rey sin corona, frívolo nonchalanteur que puso la monarquía en el precipicio por amor (que es lo explícito: en la serie es un apologeta del amor tolstoiano, o incluso dostoievskiano, con inusitados raptos de entusiasmo poético; lo implícito es el odio, el odio que siente por Londres, por su familia, por su país, por su cuna, que Morgan se encarga de reflejar sin palabras, todo el tiempo).
Se quejaba amargamente el zar Nicolás II, en su diario y en su correspondencia privada con la zarina, de que el destino pone sobre los hombros de individuos como él pesos desorbitados que no ha elegido y de los que no puede desprenderse. Esto es The Crown: una representación majestuosa (es el adjetivo que más me he encontrado en mis búsquedas a través de Google de comentarios y reseñas) de ese peso insoportable. El peso del poder. El poder real, dinástico, castigo tramposo envuelto en la púrpura del privilegio, que le llega a uno por herencia y del que no se puede separar ni siquiera abdicando: la presencia constante del rey abdicado, Eduardo VIII, alrededor de la reina bisoña, es la más exacta sugerencia del guionista a los espectadores de la imposibilidad de eludir esa fatalidad. La fatalidad planea sobre las personas que encarnan una institución supraterrenal (la Corona, es decir, lo incorpóreo, lo abstracto, sin embargo materializados en símbolos sagrados, como el cetro, el báculo, los óleos divinos, la corona de tamaño exagerado) desposeyéndolas de sus atributos humanos, sencillos y comunes, y por ello prohibidos a quienes han nacido para representar en el mundo el misterio de la autoridad, del mando, del dominio y de la tradición. La forma en que Isabel II debe supeditar su cualidad de madre, de esposa, de mujer, a su obligación de reina, desentraña la madeja de The Crown, no sólo un mero entretenimiento de diez horas y pico, sino como las mejores series contemporáneas (como el mejor cine, como el mejor arte), una semblanza de la tragedia inherente a quienes tienen el deber de ejercer lo que aspira a ser eterno, siendo ellos simples mortales.