Observen la fotografía. La he encontrado en Twitter, esta mañana. La subió la cuenta @tzoumio, que se distingue por difundir fotografías antiguas de Grecia. Es Atenas. La foto está tomada antes de 1931, según la descripción del dueño de la cuenta. Lo que muestra es el lugar más importante del mundo antiguo: el Ágora. Sin embargo, no lo parece. Una de las muy notables observaciones que pueden extraerse de la contemplación de fotografías viejas de la capital griega es la desoladora certeza: Atenas, desde el siglo V después de Cristo, fue reduciéndose hasta deparar en aldea mediterránea. Pobre, rural, atrasada, olvidada e insignificante. Lo que se ve, los tres torsos que pugnan por salir del relieve de esas columnas desgastadas, son los magníficos gigantes que decoraban el pórtico del Odeón de Agripa, construcción, ya romana, mandada levantar en el centro del Ágora de la ciudad por Marco Vipsanio Agripa en torno al año 15 antes de Cristo. Fue un regalo de uno de los héroes de Accio a los ciudadanos de Atenas. Cinco siglos antes, el lugar albergaba la Asamblea (Ekklesía, es decir, Iglesia), la tribuna en la que los atenienses ejercían su libertad y se gobernaban por sí mismos.
En la foto se ven unos niños jugando, en primer plano. Unos cuantos salen movidos, como deshaciéndose, en ese trémulo de las primeras fotos en las que los objetos y las personas parecen querer huir del sospechoso ojo mecánico. Hay varias mujeres y más niños subidos en un carro, y otro carro un poco más separado, al que nadie mira. Alrededor de los gigantes del Odeón, que aparecen cercados con un poyete rectangular y unas rejas al modo en que en los pueblos de sierra españoles cercan los sitios de interés para el turista, casas. Casas blancas de una planta, a la derecha, con techo inclinado de teja. Casas de madera, amorfas, chabolas de arrabal, a la izquierda, como las que se ven desde el tren llegando a Sevilla. No hay, por supuesto, pavimento, sino tierra. Es un campo. Atenas es exactamente eso: un pueblo de sierra español, mediterráneo. Al fondo se ven dos o tres casas quizá mejores, quizá de dos plantas. Al lejos las colinas del Ática, vírgenes, sin edificar, seguramente de color pardo pues por la foto, por cómo visten los que en ella salen, es posible figurarse que sea invierno, quizá otoño, a lo mejor la primera primavera. La foto puede ser tanto de 1880 como de 1900 o 1920. Hasta casi 1950 no comenzó la expansión urbana de la ciudad, las edificaciones modernas, las grandes avenidas uniformes y aburridas de la Atenas contemporánea. Es abrumador: justo por donde juegan y pasan la tarde los niños y las mujeres de la foto terminaba la grandiosa Vía Panatenaica, la arteria fundamental de la Atenas clásica, la que conectaba la Puerta Sacra y el Dípilon con la Acrópolis y la Pnix: es decir, con los centros de poder político, religioso y militar de la ciudad más poderosa del mundo antiguo.
Por la Vía Panatenaica subía la gloriosa procesión de las Panateneas, la que Fidias, por encargo de Pericles, legó a la posteridad en ese homenaje de la Ciudad a sí misma y a sus mártires (los Maratonomachoi) que es el Partenón. Pero los de la foto parecen indiferentes ante todo lo que descansa debajo de sus pies, a muchos metros bajo tierra. Yo he estado ahí, junto a los gigantes del Odeón agripino. Años después de tomada esta foto siguieron excavando, y ahora los gigantes lo parecen de verdad, y miran desde una altura considerable a las miríadas de turistas que se achicharran al sol. No es posible hacerse una idea ahora en nuestros tiempos de lo que fue el ágora. Seguramente los atenienses de la foto tampoco contemplaban la grandeza de los esqueletos que yacían bajo sus pies, bajo el lento e irrelevante transcurrir de los días atenienses modernos. Por la ciudad ya habían pasado los espartanos y la peste, la que mató a Pericles. Por la ciudad ya habían pasado los tiranos y los demagogos, ya Cleón, ya Eumenes, ya Tucídides, ya Platón y ya el hombre más grande de todos los hombres, Sócrates. No le prestan ninguna atención al entorno.
Probablemente, tampoco al fotógrafo. Estarían acostumbrados, con toda certeza, al ir y venir de extranjeros extraños, forasteros extravagantes y gente que hablaba raro y se llevaba figuritas y mármoles, y trozos de bronce y piedras a las que ellos no habían dado ninguna importancia, ni sus padres, ni sus abuelos, pues las veían por doquier, cada vez que levantaban una casa, cada vez que daban con la azada en la tierra, cada vez que abrían una calle nueva. Los forasteros hacían preguntas muy lejanas de las preocupaciones cotidianas de ellos, los atenienses de ahora, campesinos, ganaderos, tratantes, pescadores, funcionarios. Pero ahí, ahí debajo, bajo las toneladas de polvo y grama y arena ática acumuladas durante siglos de ausencia y pereza y sumisión y olvido, está la tierra que pisó Sócrates, de un lado para otro, siempre en el ágora, siempre persiguiendo a éste y a aquél, a los ciudadanos ilustres y a los ignorantes, a los anónimos, a los oscuros, a los que sólo conocemos por las comedias de Aristófanes, preguntándoles acerca del sentido verdadero de las cosas.
Los niños juegan, y juegan y juegan sin saber que ahí, ahí mismo, un judío cojo, enfermo, calvo y fanático dijo un día, sin que le prestaran mucha atención, que el dios sin nombre que presumió Platón era en realidad otro judío barbudo al que habían crucificado sesenta años antes en Jerusalén. Un rápido googleo nos muestra la Atenas del XIX: ya hace mucho tiempo que pasó Venecia y Morosini, con sus bombas y sus cartas maldiciendo la ciudad de las pasas y de las moscas; del Partenón sólo quedan montones de cascotes y de piedras extrañas que nadie comprende y que de vez en cuando se venden, regalan y pasan de estraperlo a ingleses y franceses curiosos que pagan bien y untan a los que mandan. Sólo hay cabras y pastores, tierra labrada y tierra infértil; el monte Licabeto al fondo, erguido como una mueca orgullosa que se le hubiera quedado al cadáver de Atenas con el rigor mortis. Esos niños que se salen de la foto barridos por el viento de la Historia juegan sobre la cuna del estoicismo, donde unos cuantos resignados se inventaron un remedio para sobrellevar la tristeza y el dolor. Detrás de la casa que se intuye de dos plantas, a lo mejor, está el camino para El Jardín donde vivió y murió Epicuro, estudiando el Universo y compartiendo el queso y el vino que le daban sus amigos. Por la ciudad ya había pasado Demetrio, el asaltador de ciudades que hizo del Partenón un burdel extraordinario. Pero sobre todo, por la ciudad había pasado la Historia, para volver solamente en fotos antiguas como ésta, en cascotes vueltos a pegar con superglú y en conferencias nostálgicas en todos los puntos del globo terráqueo que siempre apuntan hacia Atenas con el dedo cansado del recuerdo. Un recuerdo que se transmite de generación en generación, a pesar de los siglos que han pasado sin que nada de verdad pase en la ciudad, villorrio de campesinos, tumba de gigantes.