Hoy es el aniversario de la primera constitución democrática de la Historia de España, que como suele ocurrir aquí tomó un nombre ridículo: la Pepa. En España las cosas o son rimbombantes (la Gloriosa) o plebeyas; la de 1812, como toda obra de una élite, duró poco y su legado es una mercadería que, como las piedras de Itálica, lo mismo les sirve a unos para hacerse las vigas de una casa como a otros para hacerse la mampostería del salón. De un tiempo a esta parte, entre los miembros del partido Ciudadanos y los del Partido Popular andan disputándose el título de «liberales de Cádiz». No en vano los primeros hasta lo han convertido en un slogan publicitario, destino común para todo lo que suena bien y casi nadie entiende en la opinión pública de un país muy confundido. El historiador Pierre Vilar escribió de la Constitución de 1812 en 1947:
«En la Guerra de la Independencia, el combatiente medio lucha contra el francés ateo. Una vez más triunfa el agitador religioso. El guerrillero va cubierto de imágenes piadosas. Y la Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa. Sin embargo, este aliento religioso-nacional no es un conformismo pasivo. Los insurgentes de los primeros días manifestaron evidente placer dando muerte a las autoridades; el desfile de los vencedores de Bailén no tranquilizó a la buena sociedad madrileña; la calle acusaba a ésta de pasividad. José (Bonaparte) ha comparado el movimiento español con el Año II francés. Se siente que esa combatividad popular, al servicio de la religión y de la tradición, puede volverse contra ellas. Esa transposición será la historia del siglo siguiente. La dirección de esa masa recayó, paradójicamente, en la ínfima minoría imbuida del espíritu de la Ilustración. Resulta que el número de políticos españoles capaces de elevarse por encima del nivel de las agitaciones locales es muy poco considerable. Entonces se busca a los hombres del despotismo ilustrado. El anciano Floridablanca, el escrupuloso Jovellanos, deben presidir la Junta Central de resistencia, que sale trabajosamente de las juntas provinciales. más tarde, se reúnen las Cortes en Cádiz. Se trata ahí de una representación aún más artificial; no hay verdaderas elecciones; abogados, intelectuales, negociantes, americanos, en su mayoría liberales, legislan en nombre de España. Pero sin ningún contacto, desde Cádiz sitiado, con el pueblo de las guerrillas. En las guerrillas, actos sin ideas; en las Cortes, ideas sin actos, observó una vez Karl Marx. Este divorcio entre la combatividad popular y el personal político seguirá siendo característico del siglo XIX. Otro rasgo de la guerra: España vuelve a su invertebración, a ese federalismo instintivo de que ha hablado menéndez Pelayo. El alcalde del pueblo de Móstoles declara directamente la guerra a Napoleón. La Junta de Asturias trata con Inglaterra como alta parte. La constitución de la Junta Central da lugar a curiosas proposiciones federales. De hecho, el poder se atomiza. Y esto resulta un obstáculo para Napoleón. Pero Wellington, organizador de una paciente guerra de material, es bastante despectivo sobre la eficacia del método español. Cierto fariseísmo inglés ha denunciado también, en dicha guerra, la inhumanidad; ele spañol lleva la guerra cruelmente, como un asunto personal, mediante la venganza del cuchillo, harto justificada por los atropellos franceses. De la Edad Media guarda un regusto por lo macabro espectacular, una tendencia a la alucinación colectiva. Pero, ¡qué nobleza la de un Jovellanos! ¡Qué grandeza la de esas Cortes que legislan para el porvenir en la última milla cuadrada que queda libre del territorio! ¡Y qué buen humor, qué florecimiento del ingenio en los epigramas y canciones! España se revela entonces a Europa, al romanticismo, a Stendhal. Y el asombroso éxito de esos instantes históricos combate, momentáneamente, su complejo de inferioridad nacido de la época de la decadencia. Pero, en cambio, no sufre una transformación de más profundidad.»
Mientras los políticos españoles dicen las tonterías acostumbradas a su clientela habitual, el resto de españoles bebe y come en abundancia. El último fin de semana del invierno ha resultado bendecido por un sol que se derrama por las terrazas, por los bares, por las calles. La vida está rompiendo. Por suerte, todavía falta algún tiempo para la devastación del verano.