1990. Margaret Thatcher abandona el 10 de Downing Street. Comienza una nueva era en la política británica. Como sucede con todos los temblores, seísmos, desequilibrios y cambios abruptos, el poder se desliza caprichoso por entre las manos de los aspirantes. Es un momento de oportunidades, de liderazgos efímeros, de transiciones. En todas las revoluciones existe una vanguardia que promueve el estallido y avanza contra la guardia de Las Tullerías. Sin embargo, esta primera mesnada muere segada por la violencia de su propia fuerza. El cementerio está lleno de quienes hacen triunfar las revoluciones; los que acuden de inmediato a ponerles flores en sus tumbas son quienes recogen la fruta madura, quienes las gobiernan. Francis Urquarth, el protagonista del primer House of Cards, el británico, es uno de estos recolectores.
La serie, en realidad, cambia de nombre en cada una de sus tres temporadas: House of Cards, To play the King, y The Final Cut, basadas en la trilogía homónima de Michael Dobbs. Cada una de ellas tiene cinco episodios, nada que ver con los diez, doce o trece de las temporadas de la serie de Netflix.
Urquarth es mezquino, arrogante, cínico, cruel, astuto, pérfido, y por encima de todas las cosas, es un tipo brillante. Es elocuente, de respuesta ágil, manipulador del tiempo y del espacio; gira a su interlocutor como a una marioneta sólo frunciendo el ceño, cambiando el rictus del rostro, y aprovecha la ventaja de su histrionismo controlado para desconcertar y apuntillar. Siempre dice la última palabra, por que es un esgrimista absoluto que no juega con floretes de plástico. Ian Richardson supera a Kevin Spacey con una interpretación majestuosa en la que voz, gestualidad y silencios componen un todo prodigioso. Es el Iago de Otelo, con el rastro sanguinario de Macbeth y la superinteligencia para el mal del Edmundo de El rey Lear. La política, para él, para todos los personajes de las tres temporadas de House of Cards, es un juego: pero Urquarth es el mejor jugador, el único que entiende la raíz profunda de su naturaleza. Lee a Maquiavelo y admira a Napoleón, detalle éste que termina de esculpir una figura poliédrica fascinante, prototipo de los posteriores antihéroes que arramblaron con los esquemas narrativos tradicionales en la eclosión de la televisión norteamericana moderna. Urquarth sabe que el poder, esa alquimia inestable y frágil que empieza a evaporarse en cuanto uno la cree firmemente segura y pegada a la piel, es un trono que espera al que más ganas tenga de sentarse en él y menos le importe hacer lo que haya que hacerse para ello.
Si eres capaz de desatar el infierno en el salón de tu propia casa y de mantenerte en pie hasta el final, si no te importa perder trozos de ti mismo y sacrificar a tu propia carne, entonces la gloria del mundo será tuya. Romper el Universo, como declamaba al final Macbeth.
House of Cards es un tratado audiovisual del poder; se dice que el poder corrompe, pero esto no suele ser verdad. Lo que corrompe es la ambición de poseerlo, un impulso tan viejo como la especie humana. No hay ideología, y los historiadores siempre lo demuestran: para llegar al palacio y ocupar la cámara real, y para luego guardarlo, no valen las ideas, esos accesorios molestos cuando se trata de perpetuarse. Los trucos son los mismos en cualquier época: recoger la mierda de tus adversarios, incluso la de tus amigos, y esperar paciente el momento de soltarla, de dispararla al cielo antes de sentarse cómodamente en el sillón a contemplar cómo cae encima de todos. De todos los demás. El más poderoso no es, con frecuencia, ni el más listo ni el más fuerte, sino el que más lejos está dispuesto a llegar. Urquarth, tory, miembro del partido y de la estirpe de aristócratas y terratenientes que le sostuvo el envite a Napoleón por dos décadas y terminó no sólo derrotándolo sino confinándolo en el culo del mundo, tiene un retrato de Bonaparte en su despacho, y no es bizantino: Napoleón el conquistador, Napoleón el legislador, pero sobre todo y especialmente, Napoleón el maquinador, el gigante que se ensució las manos dándole matarile sin escrúpulos, con nocturnidad, mintiendo, al duque de Enghien, porque había de hacerse.
Todos los elementos que sustancian la House of Cards americana, al Underwood de Kevin Spacey, están ya naturalmente en su primera edición de la BBC, pero con la factura minimalista y elegante de la televisión pública británica: la señora Urquarth, Lady Macbeth amoral, fría y hecha de piedra cuya misión es azuzar al tiburón de su marido y con el que mantiene una ambigua relación asexual que genera vagos espacios de consentimiento tácito y libertad operativa alrededor del matrimonio; la periodista naïf y atrevida; los peones endebles, promiscuos, cautivos de sus miserias, otro Stamper fiel, sumiso y vil, varios enemigos demasiado civilizados para competir de verdad con la bestia, la ruptura de la cuarta pared, las metáforas portentosas y la enseñanza final.
A los reyes nunca los derriba una multitud, sino la deslealtad fenicia y calculada de sus pretorianos.