El 26 de febrero de hace 202 años, Napoleón abandonó la isla de Elba acompañado de mil soldados, en una flotilla de apenas siete fragatas. Llevaba confinado allí desde el 30 de abril de 1814, cuando tras abdicar y renunciar a los derechos de su hijo sobre la corona imperial, abandonó Fontainebleau dando su memorable discurso ante la Vieja Guardia en el patio de armas del palacio. Abandonado por sus mariscales, aquellos a los que él mismo había elevado desde la nada y con los que había hecho desde el principio la fabulosa carrera de su vida, se había intentado suicidar el 12 de abril, bebiendo una pócima de opio, belladona y eléboro que llevaba consigo desde que casi cayese en manos de los cosacos en la retirada desde Moscú, dos años antes. El veneno había caducado. «Fue una despedida emocionante; aquellos veteranos de guerra que tantas veces habían visto sin inmutarse cómo corría su propia sangre, no pudieron contener las lágrimas al ver a su Emperador, su general, su padre, separarse de ellos», anotaría Caulaincourt. Ya no era el Emperador de los franceses: la coalición de rusos, austriacos, prusianos, suecos y británicos que lo había derrotado en la definitiva campaña de 1814, y que había conquistado París, le permitió quedarse con el título y gobernar una pequeña isla del archipiélago toscano de 20 mil habitantes; además de dos millones de francos al año de pensión y una guarnición de 600 soldados leales que él mismo elegiría. Llegó a Elba a bordo del bergantín británico HMS Inconstant, una vez Luis XVIII tomó posesión del trono de Francia en nombre de la dinastía derrocada en 1792, los Borbones. En los diez meses que permaneció en Elba, aumentó las fortificaciones de la isla, antiguo enclave militar español; agrandó sus puertos, dispuso la siembra de nuevos viñedos, distribuyó las tierras de cultivo y proveyó a los nativos de técnicas para aumentar la productividad de aquel peñasco. Llegaron 400 granaderos leales, alguna caballería polaca, y algunos fieles corsos. Pronto, su madre, Leticia, y su más querida hermana, Paulina, le acompañan. Organiza un Consejo de Estado compuesto por los notables de la isla, campesinos, soldados, y presidido por él mismo. «No habiendo sido jamás ni un diletante ni un advenedizo, gobernará este minúsculo imperio con la misma seridad que tuviera en el manejo de su viejo imperio de otro tiempo», escribe su mejor biógrafo, Emil Ludwig. Pasea a caballo, organiza la explotación de las minas de hierro de Elba, manda construir dos mansiones, goza con la sombra de las higueras y disfruta de un clima idéntico al de Córcega, cuyo relieve puede ver desde las zonas altas de Elba. Manda preparar los aposentos de la Emperatriz y de su hijo, en vano. Mientras, recibe también la visita de la vieja amante Polaca, la condesa Walewska, que viene con el hijo de ambos, Alejandro José Colonna-Walewski, futuro ministro y diplomático de Napoleón III.
Pero la isla se le queda pequeña, llora ante el retrato de su hijo legítimo, Napoleón II, enfermo y ajeno a todo con sus cuatro años en la fría corte del Schönbrunn, y añora el poder. Añora París. Josefina ha muerto, y su hija, sabe, se arrastra ante el hermano de Luis XVI. Un granadero alemán le cuenta, según Ludwig, que Luis XVIII es «muy gordo y está completamente privado del uso de sus piernas. Calzado con pantuflas de terciopelo negro, hay que sostenerle por ambos lados, pues una brizna de paja le haría tropezar. Lleva una especie de guerrera azul con cuello rojo y grandes charreteras de oro». Con Metternich, el zar Alejandro y Gran Bretaña repartiéndose los despojos de su imperio en la bacanal de Viena (cuenta Simon Sebag Montefiore en «Los Romanov» que Alejandro mantenía al menos a dos amantes al mismo tiempo, y había más fiestas que conferencias: todo se decidía en entrevistas personales, y apenas queda constancia documental de los trabajos) Talleyrand y Fouché, siempre ambiguos, siempre leales sólo a sí mismos, le hacían llegar el descontento popular que subía en Francia como una fuerte pleamar. «Los miembros de la casa real borbónica llevaban 25 años haciendo de marionetas de potencias extranjeras enemigas de Francia y planeando la caída de su ejército nacional y gobernador de hecho, y toda la propaganda monárquica del mundo no conseguiría alejar la sospecha de que los Borbones regresaban en calidad de sirvientes de las fuerzas reaccionarias, decididas a acabar con los ideales de la Revolución. Por tanto los Borbones carecían de un apoyo popular sólido, y la buena intención, conjugada con sus limitadas facultades, difícilmente podía suplir el genio de Napoleón, quien aparte del derramamiento de sangre y el sufrimiento que provocó, creó los célebres Códigos Civil y Penal, y gobernó Francia con mano firme, aunque dura. Todos preveían que el conde de Artois, el heredero por el momento, acabaría revocando la carba borbónica y dando rieda suelta a las fuerzas de la reacción», escribe el historiador David Chandler. El 25 de febrero de 1815, Napoleón reúne a las autoridades de la isla y les agradece el trato recibido durante sus 10 meses de reinado sobre Elba. El 26, al rayar el alba, embarca en Portoferraio, y sorteando la vigilancia de la escuadra británica que guardaba la Costa Azul, desembarca el 1 de marzo en la playa de Golfe-Juan. Los campesinos lo recibieron como a su vuelta de Egipto, en 1799. Pero ahora, dice Ludwig, «era un hombre de 45 años, con un pasado glorioso y un porvenir incierto, demsiado viejo ya para afrontar nuevas tempestades, pero demasiado joven aún para renunciar a la aventura, un alma en que habitan a la vez el valor y el espíritu de sacrificio». El 7 de marzo, un regimiento entero enviado por Ney a apresarle se rinde ante su sola presencia. Poco después, el mismo Ney se arrodillaría ante él, pidiéndole perdón. El 20 de mayo, Luis XVIII huyó de París. A Napoleón ya sólo lo detendría el fango de Waterloo.