Cuenta Simon Sebag Montefiore al final de su libro que Stalin siempre se comparó con la dinastía Romanov, incluso nada más conquistar Berlín en 1945. Citando sus propias palabras cuando se hallaba en plena carrera hacia el poder absoluto en la Rusia soviética, «el pueblo necesita un zar. Durante siglos el pueblo de Rusia ha estado bajo el poder de un zar. El pueblo ruso es zarista…está acostumbrado a que una sola persona sea la que manda. Y ahora debe haber un solo jefe». No un jefe cualquiera, sino autócrata, un monarca obsesivo; un tirano, encarnación de la misión dual de Rusia en el mundo como campeona del paneslavismo y guardiana de la esencia primigenia de Europa, de sus valores cristianos originales, ya sólo vivos en el alma de la nación rusa. Stalin fue una tour de force de todo esto y el putinismo contemporáneo tan sólo su remasterización digital; pero lo que Montefiore expone, desmenuza e interpreta en su crónica a lo Suetonio de los trescientos años de gobierno de los Romanov en Rusia es, en efecto, las circunstancias que propiciaron el nacimiento y desarrollo de dicha cosmovisión al este del río Niemen. «Los Romanov» no es un manual de Historia de Rusia, ni tan siquiera una historia política rusa, sino más bien una panorámica general y un análisis pormenorizado del linaje seminal del coloso moscovita. También es una semblanza del poder, una de las tres únicas razones por las que un hombre se mueve según Napoleón, descrito por el historiador británico como «una mixtura alquímica compuesta de personalidad, temor y autoridad». Muy pocos Romanov poseyeron ese aura tan frágil, tan efímera, tan inefable.
«Un zar tenía que ser a un tiempo dictador y generalísimo, sumo sacerdote y padrecito, y para conseguirlo necesitaba todas las cualidades enumeradas por el sociólogo Max Weber: carisma personal por la gracia de Dios, virtud de legalidad y la autoridad del ayer eterno. En otras palabras, magnetismo, legitimidad y tradición. Y además de todo eso tenía que ser eficaz y también sabio. Inspirar respeto y veneración era esencial: en política, el ridículo es casi tan peligroso como la derrota». Hubo 16 zares, 4 zarinas y una regente con apellido Romanov, casa que sustituyó en 1613 a la dinastía Ruríkida tras el primero de los tres tiempos llamados «de Turbulencias» que pueden rastrearse en la Historia de Rusia: 1610-1613, 1917-1918 y 1991. La dinastía empezó y terminó con un Miguel, casualidad que se ofrece a la especulación mística en una corona, la rusa, que como heredera espiritual del cetro imperial bizantino a menudo se envolvió de su sahumerio supersticioso y trágico. Las más de 800 páginas de «Los Romanov» dan cuenta exhaustiva de cada una de sus vidas, sobre todo y especialmente de las transiciones entre cada rey muerto y cada rey puesto, los momentos más delicados, peligrosos y sangrientos de la de por sí muy sangrienta y crudelísima trayectoria secular de la monarquía rusa. Cada período de desequilibrio y desestabilización en Rusia se resuelve, según Montefiore, con la misma fórmula: «con una nueva versión de la antigua autocracia, facilitada por los hábitos y las tradiciones de sus predecesores caídos, y justificada por la necesidad urgente de restaurar el orden, de modernizar el país de manera radical y de recuperar el lugar de Rusia como gran potencia mundial».
Los Romanov llegaron al poder del esclerótico Principado de Moscovia, a principios del siglo XVII, gracias al ruego fervoroso de la nobleza. Esto marcó para siempre la relación de fuerzas de los monarcas de la familia con el resto de actores: un equilibrio jerárquico, una simbiosis entre el zar y una reducida oligarquía compuesta por varias de las familias de más antiguo abolengo y los que con cada monarca iban arribando al Kremlin en calidad de servidores del Estado, validos, generales, amantes y cónyuges. En realidad, el poder de Rusia fluía en círculo desde la fuente, situada en la cúspide: desde Alexéi (o Alejo, el segundo zar Romanov), «la justicia sería impartida por los terratenientes a los campesinos, convertidos ahora en siervos, que eran enteramente propiedad de sus señores y tenían prohibido abandonar las fincas». El zar era el mayor terrateniente de todos, pero recompensaba generosamente a la aristocracia a cambio de la fidelidad de las primeras familias del reino, comprometidas en su defensa militar y en su gobierno. Había nobles de cuna y nobles de fortuna, según la naturaleza y el carácter de cada zar, y según la coyuntura histórica de turno. «La nobleza se convertiría en una recompensa, desde Pedro el Grande, por los servicios prestados, y el Estado, a través de la persona del zar, decidiría la posición del individuo, contribuyendo a asegurar que la nobleza rusa estuviera tan intextricablemente unida a la autocracia que no desarrollara nunca una independencia que verdaderamente le permitiera desafiar al trono; pero se trataba de una dependencia circular, pues los Romanov tampoco desarrollaron nunca un apoyo alternativo». Esto explica la longevidad de un sistema feudal a partir de 1789, rareza anacrónica en el mundo moderno sostenida por la capacidad punitiva del aparato de represión del Estado absoluto, y también su caída: abolida de iure la servidumbre en el último tercio del siglo XIX, la monarquía fue incapaz de promover a la pujante burguesía urbana, negando cualquier tipo de libertad política hasta que fue irremediablemente tarde.
Montefiore acude a todo tipo de fuentes, pero lo que hace genuinamente interesante su libro es la referencia continua a la correspondencia particular y a los diarios personales de los zares, de las zarinas, de los zarévich, de los y las grandes duquesas y de los principales hombres de Estado de cada época. Es a través de sus ojos como observamos la sucesión de los acontecimientos, cómo va creciendo Rusia hasta convertirse en un imperio multiétnico inabarcable (zampándose a su enemigo ancestral, Suecia, y luego extendiéndose por el Mediterráneo oriental hasta chocar con el adversario cultural y religioso por antonomasia, los turcos) en contraposición premeditada con la historiografía que pretende contar la Historia no desde el palacio, sino desde la calle. Puede que en otros países se pueda explicar el paso de los siglos con una mixtura más o menos equilibrada del testimonio colectivo y la fuente individual (reyes, presidentes, prohombres en general); la naturaleza del régimen autocrático ruso lo convierte en imposible. En Rusia gobernaba una camarilla, de forma literal. El poder y las decisiones correspondían siempre a los zares, pero éstos siempre se veían irremediablemente condicionados por la presión de un entorno muy cambiante, muy dúctil: amantes, queridos, ministros, prebostes, aventureros, rufianes y místicos de ocasión encontraban un acceso asombrosamente sencillo a la cámara imperial. También encontraban la muerte, con frecuencia violenta, con la misma sencillez: vivir en la corte era siempre volar muy cerca del sol, y la raya entre domeñar el mundo y caer abrasado era siempre invisible. «En una autocracia, el poder está siempre fluyendo, es tan cambiante como los estados de ánimo, las relaciones y las circunstancias personales y políticas de un hombre y de sus vastísimos dominios en expansión.» A través de la misma pluma de zares y zarinas comprobamos cuánto pesa de verdad la corona. Comprendemos las razones, y atisbamos a los individuos que se esconden por lo común tras la narrativa granítica de la historiografía comme il faut.
Advertimos también cómo un sistema político tan arbitrario fundamentado en la omnipotencia de un solo individuo investido por Dios de la gracia suprema de disponer de la vida y hacienda de todos sus súbditos, no depara, a menudo, más que a pobres desdichados encerrados en una prisión de oro, sujetos a los más terribles presagios y expuestos a las más atroces pérdidas, suspicacias y contradicciones. Montefiore consigue con una gracilidad narrativa muy natural, muy periodística, imbuirnos de la contingencia de la autocracia rusa. Es sobremanera vívida su crónica de la Rusia contemporánea, de la última Rusia zarista: endebles y caprichosos intentos de apertura a una pseudo-monarquía constitucional, el trágico fin de la servidumbre y la brutal ofensiva terrorista de una intelligentsia anarquista, nihilista y socialista, que desató una ola de violencia apocalíptica sobre Moscú y San Petersburgo y que sería sarmiento de la catástrofe de 1917. Consigue Montefiore también algo muy complicado en una obra que abarca cuatro siglos de Historia, que es ilustrarnos apropiadamente con una fotografía completa del escenario político mundial en que tuvo que desenvolverse la Rusia zarista. Sólo hubo, a su juicio, unos pocos hombres y mujeres realmente a la altura de la corona y de la responsabilidad devastadora que suponía regir el destino de Rusia: Pedro el Grande, las dos Catalinas, sobre todo la segunda, la Grande; Potemkin, el valido genial, y Súvorov, el gigante de la estrategia militar que no tuvo tiempo de medirse con Napoleón.
Uno se aprehende leyendo este libro de la aspiración simbólica de Rusia, aún vigente al menos en el plano subjetivo de lo que proyecta el putinismo hoy, de ser la Tercera Roma, el legado de Constantinopla, el legítimo heredero de Zargrado (nombre ruso de Estambul). Pero de lo que se empapa uno leyendo a Montefiore es de lo frágil que es el hombre que ostenta el poder, singularmente quien lo hace por obligación: la democracia, en último término, también supone la posibilidad de que alguien pueda desasirse de su propio destino, y no ser zar si no quiere. Rusia, hoy, sigue siendo un artilugio político esencialmente zarista: las intervenciones militares en Chechenia, en Osetia, en Georgia, en Ucrania y ahora en Siria responden no sólo a las necesidades estratégicas del multilateral siglo XXI, sino a la urgencia de volver a pisar las viejas huellas, las huellas de siempre: el culto a la autoridad y el derecho a enriquecerse a costa del Estado de una oligarquía que precisa del prestigio de exhibirse fuera para justificar el orden natural de las cosas.