Viena

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Las ciudades son como la gente. Uno empieza a conocer a los demás por la cara, por el culo, por los pies: por la forma de lo que ve. Salir del metro y otear una ciudad nueva, desconocida, es una sensación palpitante, como abrir los regalos el día de Reyes. Viena, como París, deja una impronta de suntuosidad inabarcable; no se pueden contener ni con la mirada ni con la imaginación, abruman las proyecciones geométricas de sus edificios majestuosos y rectilíneos, tan parecidos a pasteles colosales. Viena le deja a uno en el cuerpo la sensación de estar en medio de un lugar que se multiplica a sí mismo hasta el infinito.

La capital de Austria está hecha a semejanza de la dinastía Habsburgo que la levantó y que la fue decorando como a la más estupenda de sus cámaras de recreo: patricia, altiva, manierista. Viena es un mujerón a la que le gusta que la miren, y que tiene plena conciencia de su magnetismo: joyas, vestidos, perfume y gestos se ahorman en un todo armónico que conduce al que la observa a una inevitable danza a su alrededor. El único propósito de esa atracción irracional es el delirante deseo de quedarse con un pedazo de ella. De poseerla.

Es una ilusión, naturalmente. De una mujer hermosa, como de una ciudad inmensa, nunca se posee más que el reflejo fugaz de sus ojos en un espejo.

Luego, el interior de las ciudades, son sus habitantes. Los vieneses que me he encontrado en mi breve camino entre ellos han sido ciudadanos educados y amables, pacientes y con un alto sentido de la hospitalidad. Sobre todo del civismo, de la urbanidad tal y como la define el DRAE: «Cortesanía, comedimiento, atención y buen modo». Ese sentido de preocuparse por el otro, por el desconocido que uno se cruza por la calle, otrosí del respeto a lo público en tanto que es de todos contrapuesto a eso tan cañí del no es de nadie.

Eso es muy europeo y la verdad es que me dan ataques de landismo epiléptico cada vez que cruzo los Pirineos y veo a la gente riñendo a sus perros cuando se mean o se cagan por la calle, y naturalmente se ponen un guante y proceden a recoger la mierda no por vergüenza torera sino por la conciencia de tener un deber cívico para con el otro. Es ciertamente un mecanismo cultural que se haría bien en importar, en generalizar.

Cada una de mis visitas a Alemania, Holanda, Grecia y ahora Austria me ha confirmado lo tarde que se empezó en España a considerar la enseñanza del inglés en los colegios. Supongo que el descabalgamiento cultural intrínseco a la derrota del mundo germano en la IIGM forzó a las generaciones anteriores a pasar por las horcas caudinas; en todo caso, como soy contrario a toda creencia en excepcionalidades históricas de origen divino, deduzco que todo ha consistido en un ejercicio de pragmatismo colectivo que todas esas naciones que he mencionado realizaron antes que nosotros.

Digo que a la gente se la conoce luego del físico, por el trato, como a las ciudades. Tras el rostro imperial, Viena esconde un sentido de frontera que a lo mejor ha moldeado la naturaleza abierta y vitalista de sus pobladores. Se me ocurre que ser raya entre alemanes y húngaros, terraza de los Alpes, vestíbulo de los Balcanes y estar henchida sobre el Danubio como alcázar entre Occidente y Rusia, imprime una huella secular difícil de definir pero observable: la sonrisa común de los vieneses.

Alrededor del Belvedere, detrás de la tapia en donde terminan sus jardines, quemados por el frío, está el monumento a los soldados del Ejército Rojo que tomaron la ciudad en el 45. El contraste es acusado: al final del pequeño y mimado palacio donde vive Klimt, el tótem gris y compacto erigido a la Roten Armee soviética, con sus soldados desfigurados y en perenne avante arracimados como gárgolas en las puntas del semicírculo apilastrado que rodea la columna central, cuyo remate es dorado y brilla incluso en los días de plomo del febrero vienés.

Barroco y constructivismo en un coloquio transitivo, con las embajadas de fondo, sobre todo el bello edificio consular francés, remarcando la grandeur de una ciudad diseñada para albergar conferencias de jefes de Estado y debates acerca del orden político universal.

Puede que ese espíritu de levedad inherente a sentirse en medio de todo se haya hecho carne dentro de los vieneses, moradores de un sueño dinástico trazado con escuadra y cartabón y engrandecido por la aportación de genios creadores de espacios perfectos donde apenas cabe la disonancia estética.

Napoleón la ocupó dos veces en un lustro; sin dejar de ser faro intelectual de la última Europa decimonónica, fue nazi de un día para otro; los tataranietos de los mujiks rusos que llegaron hasta ella persiguiendo a Bonaparte en 1813 regresaron en 1945. Los turcos la sitiaron dos veces y Europa se estremeció hasta el hueso. Siempre ha sido deseada, conquistada, preservada con celo, anhelada, embellecida y mimada, mirada de perfil o con gafas de sol, por no quedar cegado por el brillo. Custodia de una herencia milenaria, se usó como mesa de alfarero para modelar una vasija que contuviera todo lo que se derramó en 1789: todo esto, intuyo, deja un poso y se va sedimentando por capas, como el lecho de un río, en la sangre de los que viviendo en ella vieron pasar reyes, emperadores, lunáticos, santas, mártires, héroes y canallas.

Imagino al legionario romano venido a Vindobona desde la Campania, trayendo en sus retinas un sol fulgurante que se apaga con sólo alzar la mirada al cielo austriaco, hosco, pardo y feo. Ese peso en el estómago, esa angustia que sólo entienden los hombres del sur. Es como si Viena fuese sublime para consolar a los que la viven del frío y el fango, de la gelidez: hay que creer en algo, y nada mejor que lo hermoso para aliviar lo que pesa la tierra helada. Su dolor es mi dolor: los dedos se hinchan y se entumecen, como si uno fuese Oyarzábal y hollase algún ochomil nepalí.

Durante mis cinco días vieneses sólo en uno el sol se pareció a su primo mediterráneo, y compuso un bonito atardecer por encima de los pináculos del Rathaus. Luego regresó el plomo y el sol sucio del norte.

Hay algo de inmutabilidad en sus cafés, en la piel de los edificios, aunque dentro sólo permanezca el esqueleto del pasado: el del Sacher se conserva todavía como un parador de turistas, y en el resto, techos altos, ventanales que transforman la escasa luz en lujuria y lámparas rococó, se expone lo vienés como un souvenir vivo. Así como esos restaurantes donde uno se acerca a la pecera y puede elegir el bogavante que quiere comerse.

Es una ciudad de palacios, claro. Es un palacio toda ella, en realidad. Le conforta a uno pasear por el Volkspark y frente al Parlamento: Esparta ha vencido en la cultura popular contemporánea, pero es su única victoria, y es una victoria ridícula. Todas las joyas que se han ido engarzando en la corona de la Historia de la Humanidad han querido ser Atenas. Viena también. Fue su ensoñación neoclásica. La Asamblea austriaca es una recreación del Partenón con su Atenea Prómacos presidiendo la escalinata principal e incluso con su pequeño Erecteion y sus cariátides en el lateral que sube desde Rathaus y la Stadiongasse.

Dentro del Volkspark, del parque del pueblo, hay hasta un Teseion en miniatura donde van a hacerse fotos las egobloggers vienesas. Se hizo para alojar un Teseo con su minotauro de Antonio Canova, el mismo que esculpió el Napoleón titánico y desnudo que ahora reposa, como botín de guerra, al pie de la escalera principal del palacio de Wellington en Londres.

Esa parte, la Ringstrasse, el aristocrático bulevar que sube hasta el Albertina y la entrada del Hofburg, es una pequeña recreación del ideal renacentista, florentino, de la urbe perfecta, trazada al modo clásico con sus diagonales seminales y sus amplitudes dedicadas al servicio comunitario.

El viento sopla por entre tantos espacios abiertos y parece como si reverberase en tantas fachadas ocres apuntadas con ventanales simétricos; pero pasa el tranvía y el meridional que es uno, hijo de la entropía y la improvisación, no deja de mirar embelesado cada uno de estos engranajes labrados como por una mano de cíclope que aspira a eso tan germánico y tan irrealizable que es la armonía completa.

El Naschmarkt, un mercado abierto sobre una explanada rectangular junto a una coqueta estación de metro que parece una reliquia imperial, Kettembrugengasse, es el contrapunto a tanta magnificencia. Parece un zoco, es lo más kistch de Viena y por tanto, lo más genuinamente interesante; quiero decir, más allá de la ciudad que sale en las guías y en las recomendaciones comunes, populares.

En el Naschmarkt uno camina por una calle angosta y los tenderos lo asaetan a peticiones, ruegos y zalamerías: pruebe esto, aquí tiene lo otro, ¿español? Bueno, muy bueno, espere, sinior. Todo huele fuerte, huele a Oriente, porque Viena tiene una cosa y es que ni sabe ni huele. El escalope empanado tradicional, la mostaza dulce, las salchichas, todo es esclerótico y soso. Allí, en cambio, en esa medina exótica que tienen abierta los turcos y los griegos y los bosnios y los búlgaros en el faubourg que se abre detrás del inmenso complejo del Hofburg, todo es ruido y exotismo y un excelente matiz de desacompasamiento que corta el rictus predeterminado y formal de la ciudad.

Viendo el Hofburg no pude dejar de pensar en lo cerca que estaban los apartamentos de los últimos emperadores de los cafés donde se estaba pariendo un mundo nuevo y sangriento; esa cohabitación me clava al sillón, sólo con pensarla. Francisco José casi podía ver a través de los visillos de sus aposentos los movimientos seguramente ortopédicos y febriles de diletantes, intelectualillos, charlatanes, alborotadores, vendehumos y Enjolras que conformaban la algarabía infernal de estos lugares donde se rompía y cosía de nuevo el mundo, todos los días. Es una intimidad siniestra, la que puede advertirse todavía, si uno se para a imaginarla.

Hoy, entre el vestíbulo gigantesco del Hofburg y los cafés que hacen de terminaciones nerviosas de la Grabenstrasse y sus calles adyacentes, sólo hay tartanas y coches de punto hechos ex profeso para engatusar a los turistas, que se apiñan para ir a ver donde dormía y comía Sisi.

Sin embargo, de Austria me llevo la noción benévola y positiva que las autoridades tienen de los ciudadanos: confían en que validen sus tickets del metro, cosa fascinante y muy desconcertante para quien, como yo, está acostumbrado a que la autoridad competente se asegure de que uno paga antes de entrar en los andenes y en el caso de los trenes de cercanías, también después. En Viena no hay vallas ni obstáculos físicos: uno puede entrar tranquilamente desde la calle, subirse a cualquier tren y salir en la estación que le convenga como si caminase por el salón de su casa.

El Estado confía en el ciudadano, a quien se le presupone un grado de honradez, de amor propio incluso, de adultez, suficiente como para no andar molestándole con requerimientos de índole punitiva: ¿Ha pagado usted su billete? La limpieza, pulcritud y exactitud prusiana con que se transita por las estaciones y se cumple con los horarios anunciados, sin que se aviste gorra de guardia alguna, le hace a uno creerse que está en Marte y no en el apéndice católico del viejo Sacro Imperio Romano Germánico.

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