Días de enero; naranjos preñados, sol que se derrama y el mar como un barreño colmado de plata fundida. El fruto amargo rebosa bajo los árboles. Con él harán confite, mermelada para la reina de Inglaterra, o algo parecido con que untar las tostadas por las mañanas, aunque sea las de los plebeyos. Bandadas de pájaros vuelan en círculos sobre mi azotea mientras leo, y las gaviotas coronan las balaustradas del malecón; parecen efigies, barruntan la tormenta que viene de adentro y que ya está aquí. Hoy va a llover, y no podré tomar el sol en mi azotea ni leer al sol las noticias del mundo.
Leí una pintada ayer, en la calle, de asombrosa exquisitez gramatical: «come envidia». É vero. Es tremendamente vero. La envidia se convierte por fuerza en complemento directo cuando, por ejemplo, tras una derrota del equipo de fútbol de uno, o tras la pérdida de la cartera con todo el dinero y los papeles dentro o, de igual forma, después de que a uno le roben algo, esa impotencia -otra idea anhelante, como la envidia; ambas desembocan en la frustración, en una frustración intolerable por cuanto no puede ser satisfecha de modo inmediato- sólo puede ser tragada. No hay nada más que se pueda hacer con esto. Masticada, ñam ñam, y deglutida como una copa llena de heces que, ya lo decía Dostoyevski, también hemos de apurar como una constante inevitable de nuestras vidas.