Mateo Morral Roca nació en 1879 en Sabadell, Barcelona, cuando la ciudad era llamada popularmente la Manchester española por su pujanza en la industria del textil. Era hijo de Martín Morral, heredero de un notable emporio del sector y conocido miembro de la Unión Republicana de la ciudad, y de Ángela Roca, a la que diversos testimonios coinciden en describir como «integrista católica». Parece que la Sabadell del momento era una plaza bulliciosa donde coincidían la agresiva expansión de una burguesía industrial de nuevo cuño y tasas de analfabetismo entre la población obrera del 65 por ciento entre los hombres y del 85 entre las mujeres; movimientos anarcosindicalistas seminales y la apertura de la primera sede catalana del Institución Libre de Enseñanza, además de la famosa Academia Católica de Félix Sardá. Morral vivió en ella hasta los 13 años, cuando las fuentes señalan que fue «apartado» de su familia. Ya era alguien solitario, culto y aplicado en el estudio. Viajó por Francia y Alemania en estos años siguientes, según parece, aprendiendo con soltura ambos idiomas y haciéndose anarquista. Según cuenta uno de sus más recientes biógrafos, Eduard Masjuan, en «Un héroe trágico del anarquismo español», estudia con devoción a Nietzsche y se hace adicto a la corriente neomalthusiana que promovía la educación e higiene sexual de los trabajadores y la maternidad consciente. Vuelve a Sabadell con 20 años, en 1899, para hacerse cargo del negocio familiar: parece que su hermano mayor, Jaume, padecía una enfermedad, y sus padres habían muerto. Se cuenta que dirigió la fábrica con eficacia dados los conocimientos adquiridos durante su estancia en el extranjero y la aparente viveza e inteligencia natural de la que estaba predispuesto. Odón de Buen, eminente darwinista español y catedrático en aquellos años de Zoología en la Universidad de Barcelona, recordó a posteriori del intento de regicidio que Morral asistía con cierta asiduidad a algunas clases, seminarios y actividades universitarias: «Tenía más el aspecto de un místico, reservado, impenetrable, pero nada sombrío, respetuoso hasta el extremo que en alguna excursión a que se asoció, jamás se sentaba en la mesa ni comenzaba a comer antes que los demás lo hicieran. Atendía a las explicaciones con fervor y nadie podía imaginar que un hombre así fuera capaz de preparar fríamente, y realizar después, un acto terrorista.”
El 31 de mayo de 1906, Alfonso XIII, rey de España desde antes de nacer, se casó en Madrid con Victoria Eugenia de Battemberg. A lo largo del trayecto desde Los Jerónimos al Palacio Real, donde iba a celebrarse el banquete, se agolpaban centenares de personas. El cortejo, compuesto por lo más granado de la realeza europea, bajó por la Puerta del Sol entre salvas de artillería y loor de multitudes. Pilar de Baviera, prima del rey, escribió rememorando aquel día que de regreso por la calle Mayor «el rey iba señalándole a la reina la Plaza de la Villa, con el Ayuntamiento y la antigua Torre de Luján, en la cual, como dijo Lope de Vega, Carlos V encarceló el orgullo de Francia. Muy cerca está el palacio del capitán general de Madrid, la embajada de Italia y otros edificios notables. Cuando el coche llegó a la pequeña plaza, en el lado sur de la cual se alza la iglesia de Santa María, el rey estaba asomado a la ventanilla de la izquierda con el doble propósito de enseñar la iglesia a la reina y de responder a los frenéticos saludos procedentes de una tribuna construida para las damas de la Corte, las esposas de los funcionarios importantes y otros personajes. La reina, con un movimiento natural e instintivo, se inclinó también todo lo que pudo hacia la izquierda, y esto, probablemente, le salvó la vida». Eran las dos y cuarto de la tarde, rezaba la crónica del día siguiente del ABC, cuando se «oyó una formidable detonación» un momento después de que la carroza real llegase a la altura del número 88 de la calle Mayor.
«Nadie paró mientes en una casa, a la derecha de la calle Mayor, directamente enfrente de la iglesia», escribió luego Pilar de Baviera. «Es un edificio grande, alto y aislado, con muchos pisos, cada uno de ellos con balcones de hierro. En el balcón del segundo piso está la marquesa de Tolosa con su hija, don Antonio Calvo con su primo, y otras varias personas. El coche de la Corona se paró allí. Cuando la reina le preguntó por qué, el rey contestó: probablemente, hay alguna demora causada por los que se apean en Palacio; en cinco minutos estaremos en casa. Casi en este mismo momento cayó en la calzada, con un ruido espantoso, un gran ramo de flores; hubo una explosión como el disparo de un cañón grande, un olor nauseabundo, una llamarada; y el coche real se bamboleó y se inclinó envuelto en una nube de humo negro, tan espesa que el rey no pudo ver a la reina, quien se había echado hacia atrás con los ojos cerrados, de manera que, por un momento, el rey creyó que había muerto. El carruaje, arrastrado por los caballos, que se encabritaban enloquecidos, se precipitó hacia delante varios metros y, luego, se paró en seco. El rey, no sabiendo exactamente lo que había ocurrido, se asomó a la ventanilla de la izquierda, con el deseo de calmar la terrible confusión de la muchedumbre». También es prolija en detalles la crónica de ABC, en donde se describe cómo los caballos, espantados, «emprendieron veloz carrera y arrastraron algunos pasos al caballo de varas del lado derecho, que cayó estremeciéndose violentamente y arrojando gran cantidad de sangre».
La bomba la había arrojado Mateo Morral desde el balcón de su habitación en el cuarto piso del edificio descrito por Pilar de Baviera. Era una bomba de tipo Orsini, famosa entre los terroristas anarquistas de aquel tiempo. Morral la había compuesto él mismo, reforzándola con dos cajas de caudales y algunos productos químicos, como reseña Masjuan en su libro. Al tirarla desde el balcón, envuelta en un ramo de flores, la bomba había golpeado las catenarias del tranvía, con lo que se desvió de su objetivo principal, que era la cubierta de la carroza real. No mató ni al rey ni a la reina, pero sí a 28 personas, contando guardias reales, policías y público asistente, así como dejó a otras 100 heridas de diversa gravedad. El 20 de mayo el propio Morral había anunciado discretamente su intención homicida, grabando en la corteza de un árbol del Retiro un elocuente mensaje: «Ejecutado será Alfonso XIII el día de su enlace. Un irredento. Dinamita.» Aprovechando la conmoción que siguió al bombazo, Morral escapó sin que nadie lo advirtiera. En la habitación de la pensión dejó abandonada una maleta grande, de corte inglés, y al parecer lujosa, en la que había traído escondida la bomba hasta Madrid, y un «gabán de entretiempo de excelente calidad» como escribió hace poco Alfredo Amestoy en El Mundo, «valorado en 300 pesetas». Había llegado a Madrid pagando en la pensión 14 días por adelantado. Parece que al abandonar Sabadell había liquidado su parte en la empresa familiar; desde que se hiciera cargo de ella en 1899, Morral había proyectado asociarse en algunas iniciativas de autogestión comunitaria tanto en Francia como en California, amén de haber colaborado con frecuencia en diversas publicaciones de corte anarquista, e incluso de haber editado por su cuenta alguna de ellas. En los últimos años, se dice, húbose implicado notablemente en el fomento de una revolución anarquista inmediata: se cree que participó en el atentado contra la vida de Alfonso XIII en la calle Rohan de París de 1905, lanzando o transportando la bomba. Esto no está claro, y según parece, Morral se alistó en la Legión Extranjera tras el suceso, yendo a parar a Argelia. Desertó a los dos meses. Tras tirar la bomba en Madrid, Morral buscó la ayuda de José Nakens, el famoso director del diario El Motín que también se había visto envuelto en el asesinato de Cánovas. Nakens, parece, había recibido un mes antes mil pesetas a través de un giro postal ordenado por Juan Ferrer Guardia, un turbio personaje, fundador de la Escuela Moderna de Barcelona, calificado por las fuentes como «vivero de anarquistas». Se cree que Ferrer financió tanto la bomba de la calle Rohan como la de la calle Mayor.
En todo caso, este personaje fue condenado a muerte tras los sucesos de la Semana Trágica, tres años después, en los que se dice, paradójicamente, que no tuvo implicación alguna. Cuando Morral apareció por la redacción de El Motín, escribe Amestoy, «se cruza en la puerta con Nakens, que se va a comer. Acabo de tirar una bomba al rey en la calle Mayor. He leído lo de Angiolillo, el asesino de Cánovas. ¿Me delatará usted? Según el profesor José Manuel Reverte y la versión que consta en el Museo de Antropología Médico-Forense Criminalística, Nakens, sin siquiera haber preguntado el nombre al sujeto que se le ha presentado en casa, emprende con Aquilino, su hombre de confianza, la búsqueda de refugio para Morral. Se acuerda de un tal Mata, un tipo echado p’alante, ex sargento de Caballería, republicano, que vivía en Las Ventas del Espíritu Santo. Nakens recorre los alrededores de Madrid acusando sus 65 años cumplidos y contemplando unos parajes suburbiales donde las obras se mezclan con las escombreras y los basureros y se respira una marginalidad distinta, pero tan miserable como la de la bohemia que prefiere pulular alrededor de la Puerta del Sol. Mata aceptó albergar a Morral. A la mañana siguiente, Morral se pone un mono azul, que será su disfraz y su último vestido, unas alpargatas y una gorra de obrero. Echa a andar y llega a un pueblo que, le dicen, es Ajalvir. Busca una posada, pero no tiene ni pan… Pregunta por dónde pasa el tren y dónde hay una estación de ferrocarril. Y se dirige a Torrejón de Ardoz. De todo lo demás se enterará Nakens por los periódicos del 3 de junio de 1906.»
En una venta de Torrejón propiedad de Jenaro Chamorro Méndez y Fermina Treissaz Gómez, según la versión oficial, o el ventero o un madrileño que paraba en el lugar reconocen a Morral por sus ademanes educados y por su acento catalán. Se ofrecían 25 mil pesetas por su cabeza. El ventero acude en mula al cuartelillo de la Guardia Civil, pero por el camino se topa con el guarda de la finca de Soto de Alborea, de nombre Fructuoso Vega, quien, armado con un fusil Remington, amenaza a Morral y lo conduce desde la venta hasta el puesto de la Guardia Civil. Según testigos, por el camino, Morral se revuelve y saca la pistola tipo Browning que llevaba escondida. Mata a Fructuoso Vega y acto seguido se dispara en el pecho, suicidándose.
En 2015, el criminólogo y periodista Francisco Pérez Abellán desmiente dicha versión apoyándose en una relectura del sumario judicial 220/1906. Abellán cita el primer examen que se le hizo en Torrejón al cadáver del «joven alto, muy moreno, de bigote fino y muy delgado»: «El cadáver presenta una herida de arma de fuego en la región anterior del tórax y borde external derecho y otra en el borde inferior del homóplato (sic) izquierdo que manifestaba ser orificio de salida del proyectil y el de entrada en dicha región external.» Expertos en balística afirman, según Abellán, que el disparo que presentaba el pecho de Morral no pudo hacérselo él mismo, y debió de proceder de un arma de mayor calibre, como un fusil tipo Winchester, o similares. El mismo sumario judicial describe a Morral como un enfermo de blenorragia «galopante» que precisaba de un suspensorio en el escroto y al que se encontró, entre su equipaje abandonado en la pensión, fármacos contra dicha enfermedad venérea. Se sospecha, sin pruebas concluyentes, que Morral fue asesinado por miembros de la misma conspiración anarquista que le había dado apoyo logístico en Madrid durante dos semanas. Un hecho innegable parece ser que ninguno de los dos modelos de Browning que podía llevar en el bolsillo Morral aquel día hacía agujeros como los que pueden verse en las fotos que se le tomaron después de muerto. Abellán cita la descripción del orificio que hizo el conde Romanones para desmentirla: «El conde de Romanones lo describe así: La bala le había dejado un pequeño orificio perfectamente limpio en el pecho; su rostro juvenil y exento de los estigmas del criminal nato, mostraba completa placidez; sus manos cuidadas y pulidas denotaban al hombre de condición acomodada. Es muy curioso lo que el historiador puede considerar un pequeño orificio: un agujero de un centímetro y medio de diámetro, que es casi el cráter de un obús»
Lo cierto es que Morral se trató durante ese tiempo con miembros de varios círculos artísticos y literarios, de los llamados de vanguardia; se dejó ver por la heladería Candelas de la calle Alcalá, donde parece que coincidió con Pío Baroja, quien más tarde describiría a Morral en un artículo de 1908 como «el único joven que había en España, que es un cuarto oscuro que huele mal» en un artículo del que se retractaría años después cuando llamó a Morral «criminal fanático y bárbaro». Hay referencias de Morral en la obra barojiana «La dama errante» así como en Luces de bohemia, de Inclán. Además de estos contactos de tipo literario, parece claro que Morral no era un lobo solitario sino la mano ejecutora de una trama y que tanto Nakens como Ferrer estaban implicados, aunque ambos salieron más o menos sin consecuencias de una investigación que Abellán califica de torpe, confusa, superficial y ligera. El propio hermano de Pío Baroja, Ricardo, realizó un llamativo dibujo del cadáver de Morral, descrito por Julio Camba en el mismo Torrejón de Ardoz como un cuerpo que tenía «los ojos muy abiertos, como soñando y en los labios la sonrisa de siempre, pero mucho más acentuada».
Con el advenimiento de la II República, la calle Mayor fue rebautizada como calle de Mateo Morral. A pesar de las dantescas escenas que se vivieron en dicha calle durante las horas siguientes a la masacre, el convite en honor de los esponsales de los reyes de España siguieron su curso. Mientras miembros de la Guardia Real levantaban caballos destripados y socorrían a compañeros sin piernas, la carroza real y el resto de la comitiva alcanzaron la Plaza de Oriente. «El día, tan trágico como espléndido, siguió su curso», escribe Pilar de Baviera. «El ceremonial prescrito se llevó a cabo en cuanto fue posible, como si nada hubiese ocurrido. El rey y la reina llegaron a palacio y presidieron el almuerzo de gala. Después se quitaron los trajes de boda y el rey llevó a la reina de paseo, por primera vez, por la Casa de Campo. Luego fue el rey al hospital a visitar a los heridos. Cuando, en el curso de la noche, alguien preguntó al rey si recordaba que aquel día era el aniversario del atentado a su vida en la rue de Rohan de París, contestó: sí, lo recuerdo. ¡Pero la bomba de hoy era mayor!». El periodista y criminólogo Abellán es taxativo a la hora de enjuiciar al terrorista Morral: «No era un romántico sino un asesino a sueldo. Y no se suicidó sino que fue asesinado. Los testimonios de la causa apuntan a un señorito de Sabadell al que le gustaban las ropas caras, llevaba las iniciales bordadas hasta en su ropa interior y pagaba con billetes de 500 pesetas. Morral era la oveja negra de una familia pudiente, falsamente tildado de culto y bilingüe, que se disfrazó de obrero para matar. Siendo un tipo incapaz de cumplir el encargo que le encomendaron, no mató al joven rey Alfonso XIII pero sí se convirtió en un asesino de masas que dio muerte a 23 personas en el acto e hirió a 108 de gravedad. Todavía no entiendo por qué la literatura trata de ensalzar al asesino pero ya lo hicieron Pío Baroja y Valle Inclán. Acaba de cumplirse el 11 aniversario del mayor atentado contra la monarquía y a nivel oficial nadie lo ha recordado. La ofensa contra las víctimas llegó a cambiar el nombre de la calle Mayor, donde cometió el horrible crimen, por calle de Mateo Morral. Fue en 1937, siendo alcalde Rafael Henche de Plata, socialista. El mismo que mandó desmontar el monumento a las víctimas, que se perdió para siempre. El que hoy puede verse es de una pobreza atroz y desmerece del pueblo de Madrid. Morral fue asesinado por los mismos que le ayudaron a matar a la gente en un día de fiesta para que no hablara». Para muchos anarquistas, sobre todo durante el primer año de la Guerra Civil, Morral fue un referente ético y práctico, del que se hicieron incluso canciones.