La Dekemvriana, también llamada «el diciembre rojo» o «la Batalla de Atenas», continúa siendo un episodio oscuro y turbio, sobre todo en lo referente a la implicación directa de las tropas británicas en la muerte de civiles a principios del último mes de 1944. Sea como fuere, aquello dio comienzo a una guerra civil sangrienta entre griegos. Los miles de partisanos comunistas con que el ELAS contaba en el Ática fueron diezmados por la intervención conjunta de británicos, guerrilleros de la Liga Nacional Griega Republicana (EDES) del teniente coronel Napoleon Zervas (un héroe de la I Guerra Mundial) y elementos monárquicos y colaboracionistas filonazis rehabilitados ex-profeso tras la liberación de Atenas; una coalición confusa y precaria que tenía como objetivo prioritario evitar que Grecia se convirtiese en un satélite de Moscú tras la victoria sobre Hitler. El EDES de Zervas era un ejército de partisanos heterogéneo. De inspiración venizelista, es decir, «socialdemócrata», combatió desde el principio de la ocupación nazi junto a despojos del régimen de Metaxas y luego, en el Epiro, Albania y Macedonia, junto con los británicos, quienes rápidamente los armaron y legitimaron pues rivalizaban con el ELAS en aceptación popular, sobre todo en el campo griego.
Todos estos elementos, ELAS incluido, conformaban de principio el gobierno de coalición nacional establecido primero en El Cairo y luego en Atenas tras la expulsión de los alemanes; la orden de desmovilización dictada ad hoc contra los guerrilleros comunistas precipitaron la creación de un gobierno alternativo (el Comité Provisional de Liberación Nacional) y tras los combates urbanos en Atenas de diciembre del 44 y el intento abortado de magnicidio contra la vida de Churchill, la guerra.
Grecia fue el primer campo de batalla de la Guerra Fría. «No pensaba que matar a uno de los del Big Three fuese una buena idea», recordó el año pasado Glezos a un periodista del Financial Times en su casa llena de libros de la isla de Naxos. Churchill había desembarcado en Atenas y alcanzado la plaza de Sintagma como un rayo, a bordo de un blindado, sólo para reforzar el gobierno de Papandreu y mantener el control de la capital en un momento de gran incertidumbre, en Grecia y en Europa. El joven Estado griego, con poco más de cien años de vida, tenía ya profundas heridas sin cerrar: la división entre monárquicos y venizelistas que zarandeó el país durante su confusa y ambigua participación en la I Guerra Mundial; la trágica invasión de Anatolia y posterior derrota contra el naciente Estado turco, auspiciada por el afán imperialista y redentor de la Megali Idea, cuyo resultado práctico fue la llegada masiva de millones de greco-turcos deportados a Atenas y Salónica, y la desintegración de la monarquía bajo el régimen de Metaxas y la invasión italo-alemana.
La primera fase de la guerra terminó en Varkiza; el regente griego, el célebre Arzobispo Damaskinos, famoso por haber salvado a cientos de judíos griegos bautizándolos durante la ocupación nazi, consiguió sentar en una mesa a miembros del ELAS y del gobierno de coalición. En realidad, parece que británicos y soviéticos llegaban a una entente para detener las hostilidades en Grecia temporalmente, mientras se finiquitaba la II Guerra Mundial. Se acordaron elecciones libres en 1946, y un plebiscito sobre la monarquía. Las elecciones se celebraron, pero la URSS no envió a sus observadores: desde finales de 1945, los comunistas preparaban un levantamiento general. Se echaron de nuevo al monte después de febrero del 46; las elecciones llevaron al parlamento griego a numerosos individuos sobre quienes recaía la sospecha general de haber colaborado más o menos activamente con los nazis durante la ocupación. Entre ellos, el teniente coronel Zervas, quien pronto se encargaría del Ministerio del Interior y del que el propio Gobierno estadounidense guardaba preocupantes reservas acerca de su pasado durante la guerra mundial.
La Guerra Civil griega duró hasta 1951. Apostolos Santas fue detenido en 1947, en una de las incontables razias anticomunistas llevadas a cabo en los núcleos urbanos, bajo control gubernamental. Ese año se iniciaría la Doctrina Truman con el anuncio público de la Administración Truman del envío a Atenas de armas, hombres, dinero y consejeros: los comunistas, desde sus atalayas en la Macedonia griega y el Epiro, habían saltado al Peloponeso y amenazaban Atenas. Era evidente la intervención comunista extranjera en la guerra griega, a través de la Yugoslavia del Mariscal Tito, quien flirteaba con el enfrentamiento con los Aliados en el Adriático y de quien se temía en el Kremilin ambiciones expansionistas al sur de los Balcanes. Manolis Glezos fue preso en 1948: su filiación política era vox populi. Ese año se produjo la ruptura entre Tito y Stalin que iniciaría, probablemente, el ocaso de las aspiraciones del ELAS de establecer en Grecia un régimen socialista: el cisma ocasionó el blindaje fronterizo de Yugoslavia ante una hipotética amenaza oriental, y los partisanos griegos empezaron a asfixiarse. Comenzó también un calvario personal para Glezos que duraría dos décadas.
Entre 1948 y 1968, Manolis Glezos estuvo preso tres veces, pasando 11 años y 4 meses en prisión; fue acusado de espionaje, condenado a muerte en primera instancia, perdonado luego tras una campaña internacional; elegido diputado en el parlamento por «Izquierda Democrática Unida» junto con otros siete compañeros por los que luchó, mediante huelga de hambre, para lograr su liberación; le fue concedido el Premio Lenin de la Paz en 1961 e incluso fueron impresos sellos en la URSS con su nombre. En Occidente era una figura reverenciada y despreciada a partes iguales por intelectuales y tótems públicos. Un héroe contradictorio; un peligro, un mártir, un subversivo, un icono de la libertad, o un guerrillero a sueldo del Komintern. Tras ser detenido por última vez en 1967, recién instaurada la Dictadura de los Coroneles, un movimiento internacional de apoyo (hasta De Gaulle, poco sospechoso de filocomunismo, pidió la liberación «del pionero de la Resistencia en Europa») que incluyó a intelectuales franceses y norteamericanos presionó en su favor. Fue liberado en 1971, pero desterrado hasta la caída del régimen, en 1974. «Me dijeron que había tres cosas que me mantendrían con vida en prisión: el amor propio, comer y leer. Me quiero poco a mí mismo; no necesito mucha comida, pero he leído constantemente, siempre».
Con los coroneles se fue también la monarquía, caída un año antes en un vano intento de Constantino II de derrocar la junta militar que él mismo había tolerado en el 67. Fue diputado por el PASOK en la restauración democrática; en 1984, también con el PASOK, consiguió un escaño en el Parlamento Europeo. Continuó siendo presidente de la Izquierda Democrática, y entre 1986 y 1989, alcalde de Apiranthos, su lar paterno. Allí abolió la estructura de poder municipal y experimentó la «democracia directa» inspirándose en el modelo clásico de la Asamblea ateniense del siglo IV; el modelo funcionó con intermitencias hasta el año 2000, cuando fracasó definitivamente por apatía popular. Lejos de recluirse en una vejez apacible, lideró la candidatura de la coalición izquierdista Synapismós al parlamento griego; éste partido es el embrión de Syriza, por quienes volvió a salir diputado en el año 2007.
Ha escrito seis libros, y en 2017 va a publicar otros cuatro más. Quiere escribir otros treinta y siete, y tiene ya 93 años. La vida le debe los doce que estuvo en prisión, dice su mujer. Su comunismo se ha recrudecido con el tiempo. Escribe sobre política, historia y reparaciones de guerra, uno de sus caballos de batalla: mantiene viva la vindicación de una compensación económica del Estado alemán al griego por la devastación material y humana ocurrida durante la ocupación nazi. Esa fue su principal motivación a la hora de presentarse por Syriza al Europarlamento en mayo de 2014. En uno de los mítines de Glezos en aquella campaña, en un suburbio ateniense, James Angelous, del Foreign Policy, recogió la impresión de un profesor jubilado: «Este hombre nunca ha tenido miedo: ni a los alemanes, ni a la enfermedad, ni a la vejez. Cuando ves a alguien de 90 años peleando así, quieras o no, también peleas». Su ascendente sobre el cuerpo electoral griego es insoslayable. Dejó su escaño en julio de 2015, echando pestes del acuerdo sobre la deuda griega entre el Gobierno de Tsipras y el Eurogrupo: «pido perdón al pueblo griego por haber participado en una ilusión. Entre opresor y oprimido no puede haber nunca compromiso, así como entre conquistador y esclavo. La única solución es la libertad».
Su retórica continúa inflamada, algo comprensible en un hombre que ha vivido en su carne los estragos de la división geopolítica, moral y bélica del mundo en que ha habitado por casi cien años. Su crítica abierta fue vista como un giro cismático dentro del inestable cónclave de izquierdistas que es Syriza, mixtura de trostkistas, maoístas, moderados, socialistas desencantados del PASOK, anarquistas, anticapitalistas y nacionalistas. Glezos emerge como una figura con halo mítico en todo este maremagno; su voz sigue siendo escuchada y respetada, aunque su influencia real parece minúscula. Un mapa de Paros, la isla de su madre, cuelga en su casa junto a un póster de la URSS y otro de la ecumene, el mundo antiguo de Estrabón; lo bendicen las vecinas de Apiranthos por la calle, dice el periodista del Financial Times que fue a verlo el verano pasado, encomendándoselo a la Virgen María. En 2012 se enfrentó a palos con un antidisturbios, en Atenas, en una manifestación. La imagen dio la vuelta al mundo. El sentido de la lealtad y el recuerdo parecen acendrados en él: rememora la virtud y el sacrificio de sus compañeros muertos durante la ocupación nazi, e hizo de ellos leitmotiv de algunos de los más celebrados discursos durante la campaña electoral que terminó con Tsipras y Syriza en el Gobierno griego, en enero de 2015.
«Antes de cada acto de resistencia, mis amigos y yo nos jurábamos que si alguno de nosotros moría, los otros nunca lo olvidarían. Si alguno de nosotros caminaba por el bosque y oía el viento entre las hojas de los árboles, también lo oía por los demás. Cuando estoy en la playa y escucho las olas rompiendo en las rocas, las escucho por cada uno de ellos. Cuando bebo vino, lo saboreo en su nombre».