La venganza de la reina rubia

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Una princesa rubia se desposa con un rey bárbaro, extranjero, feroz, exótico, salvaje, y se convierte en reina. Tiene una gran afrenta que vengar. Acepta ser dada en matrimonio al caudillo de un pueblo nómada y devastador con tal de embridar su terrible poder destructivo y hacerle levantar la espada contra sus enemigos. Hechiza a su nuevo dueño; también a su nuevo pueblo, con el sortilegio de su pelo dorado, de su carne blanca y de sus ojos de brujería capaces de sostener por sí mismos dos horas y media de película muda, e incluso más. Ha de recuperar el reino de sus padres y saldar una deuda de sangre que ha hecho de ella no una mujer, no un ser humano, sino un instrumento ciego del destino, sin emociones, sin empatía. No es la Khaleesi sino la Hamlet cinética de un genio alemán. Tampoco es Emilia Clarke.

Es Krimilda, la princesa burgunda, reina de los Hunos, esposa de Atila, la prodigiosa creación de Fritz Lang. Lo encarnó Margarete Schön, mujer cuyos ojos cumplían con el cánon de Lang: glóbulos ígneos, nucleares de cada toma, poderosos, dominantes, flamígeros, capaces de expresar un rango inabarcable de impresiones, gestuales, literarios, elementos narrativos asombrosos, piedras preciosas engarzadas a rostros pálidos de nieve, como el de Briggitte Helm (Metrópolis) o Sylvia Sydney (Sólo se vive una vez). Con un guión de Thea von Harbou y producida por la UFA, la historia es una reescritura del Cantar de los Nibelungos, el poema épico cumbre del medioevo germánico. Dura cinco horas, por lo que es costumbre dividirla en dos mitades más o menos equivalentes: La muerte de Sigfrido y La venganza de Krimilda. Interpretado por el galán germanoparlante de entonces, el austriaco Paul Richter, el Sigfrido de Lang es un arquetipo: viril, audaz, arrojado, esbelto, fornido, fiero e indestructible. Como Aquiles, sólo tiene un punto vulnerable, pero no es el talón, sino la cerviz.

Igual que el héroe de Homero, Sigfrido ganó la invulnerabilidad cuasi completa bañándose, no en una marmita y no siendo un bebé, sino empapándose de la sangre del dragón custodio de los bosques nibelungos. Una hoja de tilo le cayó mientras lo hacía justo en la cerviz, único lugar donde podía ser estoqueado con éxito, como un Miura formidable. Tenía que haber un dragón, naturalmente, para que la correlación posterior que George RR Martin establecería con su subtrama Daenerys décadas después cuadrase el círculo. También hay un matarreyes, Hagen Tronje, pretoriano del rey Günther de Burgundia, el hermano de Krimilda, quien le da su hermana en matrimonio a Sigfrido luego de que éste conquistase por él a la reina de Islandia Brunilda. Pero Brunilda es una Lady Macbeth con rasgos de la monarca amazona Talestris, y Günther es débil, indolente, pusilánime. Se deja engañar por Brunilda y convencer por Hagen Tronje.

La catástrofe se cierne sobre Sigfrido dándole lugar a Lang para una magistral exhibición de las fascinantes escenografías del expresionismo alemán: simetría, una estética que parece sacada de un mosaico bizantino de Rávena; contraste lumínico, juego permanente de luces y sombras, oposición entre las figuras empequeñecidas de los individuos y los inmensos espacios hostiles que siempre se abalanzan sobre el desdichado humano, como lo hace el fatum, el destino.

Se transforma entonces Krimilda, mutando de joven naïf, sumisa, dócil y asustadiza, en ser ajeno a la terrenalidad de las cosas. De niña, a verdugo. De Atila sólo quiere su músculo, el filo de su espada foránea. El mítico rey huno, ferocísimo, «que tenía al mundo por su yegua», dobla manso sus rodillas de enamorado ante su reina, «la hembra blanca». Pero a su khal, Krimilda le da un hijo que muere, como en la novela-río de Martin. Porque Krimilda es yerma, infecunda física y moralmente: no puede dar vida, no puede amar, sólo puede matar.

La película se estrenó en plena recesión económica y moral de los alemanes, una nación aún joven pero ya cargada con un fardo espiritual siniestro: los cadáveres de la peor guerra ocurrida hasta la fecha en Europa, seísmos revolucionarios drenando el precario orden constitucional de Weimar y la hoguera del nacionalismo extremo caldeándose otra vez no ya con la leña imperialista del Káiser, sino con la gasolina xenófoba y el disparate totalitario. Hitler vio años después en Lang el exégeta perfecto. Los Nibelungos habían causado una sensación extraordinaria en la opinión pública alemana: la última escena, con el palacio de Atila en llamas devorando a los irreductibles burgundios mientras el Volker, el cantor de la corte de Günther, tocaba por última vez, debieron impactar sobremanera en un público receptivo. La escena fue trasladada luego por Kurosawa a su grandiosa adaptación japonesa de Macbeth, Trono de sangre. Von Harbou acabaría de escritora oficial del Reich. Lang, huyendo a América, a donde se llevó consigo su genio, su querencia por las mujeres de ojos fabulosos y su obsesión por contar al hombre en relación con los espacios del cosmos que lo rodean, circunvalan y obstruyen. De América regresaría, en un siglo nuevo, Krimilda, convertida en Daenerys de la Tormenta, heredera de un linaje devorado por la desgracia. Con las mismas trenzas, con el mismo hábito oscuro, con la misma inexpresividad facial, con su mismo aura incontenible y hasta con el mismo margrave Rüdiger, bautizado en Poniente como Ser Jorah Mormont.

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