El tipo del bar

La verdad es que hacía un frío de cojones. Fue un invierno especialmente jodido. Entré en aquel bar. Era el segundo de la noche. Había previsto más; la cosa se enredó en el primero. De allí salí como una cuba. Dejé al resto pidiendo absenta y salí a escape sintiendo punzadas del aire gélido hiriéndome los pulmones. Quería despejarme. Lo necesitaba. Con la neblina mental del borracho caminé hacia el callejón de en frente y entré en un garito que apenas conocía.

Era el típico sitio de pueblo que una vez fue de modernos. Las paredes negras, el techo rojo, como la barra; vinilos en las paredes, carteles punk del año de Matusalén, cosas así. Sólo había dos personas dentro, una en cada punta de la barra. El camarero, toqueteando el ordenador, ponía música. Debía ser una puta mierda pues no atino a acordarme de qué sonaba, aunque yo estaba como para recordar. Me ardía la boca del estómago. Necesitaba un cortafuegos, así que castañeé las manos sobre la barra y le pedí al camarero una cerveza. Uno de los parroquianos decidió largarse. No dijo ni adiós. Le pegué un trago con asco a la birra y me supo a mierda. Miré hacia un lado, y el que quedaba en el bar se me acercó dando camballadas. Apartó la banqueta y se echó desmadejado sobre ella, cayendo como un fardo y resoplando como si la vida le pesara.

-Invítame a otra, compadre.

No me dio tiempo a replicar y ya el camarero se la estaba sirviendo. Debía ser el modus operandi habitual del sujeto, cuyas querencias, por lo visto, eran conocidas en la casa. Me vibró el móvil en el bolsillo: mis amigos empezaban a llamarme. Devolví al teléfono a su cueva y entonces el tipo acaparó toda mi atención:

-Puta Navidad.

Quizá me diera algún juego y arreglase la noche, pensé. De un vistazo alrededor advertí que apenas había decoración navideña en aquel bar. Una Clara de Noche vestida a lo Papá Noel, dibujada sobre una de las repisas llenas de ginebras y vodkas, enseñaba el culo con lascivia y guiñaba un ojo; un negrazo de plástico tocado con una corona dorada sonreía de oreja a oreja, junto a un enorme y viejo baffle, a la vez que sostenía del cuello a un gordo barrigudo descamisado, y poco más. El cuadro subrayó el denuesto del tipo. Le dio fuerza en mi mente embotada de alcohol y aburrimiento. Me fijé en él. Alto, debió ser delgado, aunque ahora la panza amenazaba con romperle el penúltimo botón de una camisa que se le salía por fuera del pantalón; una americana con coderas pasada de moda, unas gafas de culo de botella y una calvicie apocalíptica completaban la figura del perfecto acabado.

-Odio estas fechas, dijo hipando, y acto seguido le metió el segundo tiento al botellín de cerveza.

-Por qué, hombre.

Me fulminó con la mirada, como si hubiese dicho una tontería del tamaño del sombrero de un picador.

-Ya no es lo que era.

Pensé que su vida no parecía ser ahora lo que había sido, supiera Dios lo que hubiera sido la vida de aquel fulano.

-Yo he sido un niño de San Ildefonso.

Casi escupo la cerveza, que seguía sabiéndome a rayos. Lo miré otra vez, desde la calva perfecta, colosal, olímpica, que brillaba rotunda bajo el foco tenue del garito con una luminosidad divina que parecía sacada del éxtasis de Santa Teresa, hasta los zapatos gastados y sucios, rozados e incluso rotos por uno de los empeines.

-Un puto niño de San Ildefonso.

-Un niño de San Ildefonso, repetí hipnotizado.

Miré al camarero pero éste no nos prestaba la menor atención, como si hubiese escuchado esta historia tantas veces que ya se la sabía de memoria. Bostezaba ostentosamente.

-Fue lo peor que me ha pasado en la vida, continuó el hombre, fijando en mí sus glóbulos acuosos, enturbiados por la embriaguez. Dos globitos grises mirando lastimeramente desde detrás de unas lentes llenas de huellas de dedos y motitas de suciedad.

-Mis quince minutitos de gloria. Hasta mi padre presumía de mí. El muy cabrón.

Meneó la cabezota con disgusto. Deduje que jambos así hicieron famoso a Freud.

-¿Y sabes lo mejor, compadre? prosiguió, como enfadado por que yo no dijese nada.

Lo miré de hito en hito, esperándome cualquier cosa.

-A ver, suéltalo.

El tipo sonrió y la cara, mal afeitada, se le rajó dejando ver una dentadura amarillenta en la que faltaba un incisivo. La composición hedía fracaso, y sentí un vahído que me balanceaba la cabeza echándomela hacia atrás.

-Pues que llegué a dar un segundo premio, compadre. ¿Qué te parece?

Clavé los ojos en su calva reluciente, ígnea, albina, incluso inuit, ártica, y mis ojos resbalaron por su jeta de trapo y su ridícula americana de coderas y su panza rebelde que combatía por romper los botones de su camisa de cuadros y expandirse en libertad, y luego volví a mirar mi cerveza, nauseabunda, que ahora se me infundía con la espesura repugnante del orín. Regresé a sus ojillos porcinos. Vi que estaban a punto de estallar de risa.

-¡El segundo premio, tronco, el segundo premio!

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