Ha llegado diciembre, el contrapunto de noviembre: al gris le sucede el dorado. Verdaderamente diciembre es un mes bonito. Moléculas de alegría, ciertamente impostadas, da lo mismo, chocan entre sí generando convulsiones felices. Se come y sobre todo, se bebe. La gente dice que se quiere. Repito, da lo mismo si todo es falso y detrás del cartón sigue haciendo el mismo frío: en la dramaturgia de la vida, a veces la mentira dice la verdad, y lo que importa es que el efecto de conjunto conforte. El Gobierno dice que va a subir los impuestos indirectos al alcohol y a los azúcares. Lo que no soporto es que el relato oficial sostenga que es por nuestra salud. La polis no le paga el sueldo al arconte para que éste se preocupe por la salud del contribuyente. El anacoluto de origen, estructural, pasa inadvertido por la mediocridad que inspira la medida: subir impuestos es barrer el principio de la reconfiguración del gasto público debajo de la alfombra y dejarlo todo como estaba. Es decir, mantener la farsa y pegarle una patada el balón, para que siga volando hacia adelante. Ningún sistema se reforma a sí mismo, tuiteó el otro día Ruiz Quintano. Cambiarlo todo para que todo siga como está, escribió Lampedusa. Como decía Luis Aragonés en memorable exhortación: máteme, máteme, pero no me mienta, ministro Montoro. Y olvídese de mi salud, que es cosa mía.
Encontré en Tuiter ayer una joya: una lista de la compra garabateada por Miguel Ángel, en la que, junto a cada mandado, había dibujado el genio cada producto, puesto que su fámulo era analfabeto. Le comenté el hallazgo a mi madre, quien me contó otra maravilla. Hace más de 30 años venía a Chipiona desde Sevilla todas las semanas una mujer. Gitana, fina, elegante, muy vieja, con el pelo muy largo y muy lacio recogido hacia atrás con unas horquillas. Siempre vestida de negro, rigurosísima, pues se le había muerto una hija hacía mucho tiempo. Iba vendiendo colchas, sábanas, edredones, accesorios para la cama y el dormitorio, puerta a puerta, como los modernos comerciales. Se había hecho con una red de clientes pasando los años, vecinas de Chipiona a las que conocía ya casi de manera íntima, y que le iban pagando poco a poco, lo que antes se llama a dita. Una de sus clientas era mi abuela, naturalmente. Incluso mi madre dice guardar todavía en casa de lo que le fue comprando a aquella gitana. Pero no sabia leer ni escribir. Resultaba que la buena mujer anotaba las cantidades con las que trajinaba, lo que le debía cada vecina, lo que había de traerle, del mismo modo que Miguel Ángel le indicaba a su fámulo iletrado lo que tenía que traer del mercado: con símbolos. Cada vecina, en lugar de con su nombre, aparecía apuntada en la libreta de la gitana con un dibujo que ella consideraba característico de cada una: mi abuela era una puerta con dos hojas, como la que había entrando en el zaguán. Otra era una ventana enrejada llena de flores. Etcétera.
La vida parece una secuencia de ADN.