El otro

Viene todos los días. Es una mujer fuerte, achaparrada, que penetra con la mirada. Nunca sé muy bien cómo sonreírle, pues tengo la sensación de que puede ver dentro de mí, a través de mí. Se acerca hasta el mostrador, como siempre, con la cartera grande de cuero viejo sujeta bajo el brazo y el gesto resuelto de las matriarcas capaces de ordenar el mundo con una sola frase:

-Pónme medio kilo de hamburguesas.

-¿Algo más?

-Ah, sí, se me olvidaba. Un cuarto de caña de lomo para el otro. Cortada muy finita, ya sabes.

Me la quedo mirando y creo estar delante de un arcángel, de alguna presencia sobrenatural. Se sonríe y aparta la vista, empieza a rebuscar algo entre la caja de las naranjas. Queda algo, un resto de la antigua coquetería, de su vanidad de mujer orgullosa, ufana de su aspecto. Ahora está ajada, arrugada como el cuero, tiene raíces blancas en su pelo largo y lacio que le cae sobre los hombros con una cierta gracia, pero debió ser guapa, de esas mujeres que suspenden el tiempo a su alrededor cuando pasan, y dejan luego tras de sí como una estela la fragancia perdurable del deseo. Y ahí está. Bajo los ojos porque no quiero ponerme en evidencia, y me afano en la tarea: un cuarto de caña de lomo para el otro. El otro. Ahí tienes a esa mujer, de esas que fundan imperios, cuidando del monstruo que le robó la juventud. ¿Cuántos años tendrá ella ahora? ¿55? Y cinco o seis hijos. Y una ristra de nietos. A todos los cuidó sola. Sola y herida. Sola y amenazada. Sola y perseguida por ese engendro que la maltrataba, que la laceraba no sólo con su desprecio. Ojalá hubiera sido sólo con eso, pienso siempre. Ojalá ella no se hubiera topado con él en la vida.

La vuelvo a mirar y ahora se ha girado, y charla con una vecina que ha venido también por su fruta y por su carne. Por los avíos del puchero, por la merienda de los niños. Por las cosas que hacen falta. La miro y la veo hablar imponiendo su presencia como un pavo real que despliega sus impresionantes alas de colores. Es increíble. El otro, hay que joderse. El otro la dejó embarazada cuando apenas era una cría, una chiquilla de quince o dieciséis años que tuvo que casarse, claro, como para decirle que no al padre, otro mastuerzo. Otro borracho sin vergüenza. Y se fue con el otro y el otro le hacía tantos hijos como la mano, noche tras noche. Un día le metió fuego a la casa con ella dentro. Tuvo que salir por la ventana, rajándose entera, dejando una hilera de gotitas y goterones rojos de sangre por toda la calle hasta que alguien, no sé quién sería, unos vecinos, la policía, vete a saber tú ahora, la recogió medio inconsciente y se la llevó al hospital. El otro. Menudo hijo de puta. La hizo sudar tinta, tragar quina como una condenada. Se llevó sus mejores años. Y ahora, mírala. La miro otra vez y se me erizan los vellos de los brazos. Ahora es ella la que lo cuida.

Y no tiene por qué, pienso. Lo pienso una y otra vez, y es verdad. Ella lo dejó, por fin. Demasiado tarde: tenía ya cinco o seis criaturas de su sangre, cinco o seis pobrecillos infelices que habían crecido viendo a su madre sufrir palizas, insultos, humillaciones. Todo del otro. El otro, que llegaba ciego como una cuba, hasta el culo de mierda y de noche infecta, y la ponía de puta y le pegaba y la echaba de casa. Y allá salía ella con todas sus criaturas detrás, con la más pequeña aún mamándole de la teta, los demás en fila india siguiéndola como patitos recién nacidos detrás de su madre. Huyendo entre sombras del otro. De ese otro que ahora, tantos años después, solo y abandonado como el perro que es, agoniza hecho un guiñapo en un camastro que ella le mantiene limpio, aseado, pulcro, en una palabra: humano. Tiene cojones. Lo que es la vida.

Un día le pregunté, recuerdo. Le dije por qué. ¿Por qué lo haces? Ella se me quedó mirando y se sonrió, con esa sonrisa suya torcida, tan bonita, que parece una afirmación y sin duda lo es: su afirmación íntima y personal, innegociable, en este mundo. ¿Y qué voy a hacer, hijo, si no tiene a nadie? me respondió, y salió silbando una coplilla de la tienda, con esa alegría con que siempre va por todas partes, contoneándose todavía con esa coquetería de las mujeres valientes y felices, seguras, altivas, amables. Y recuerdo que yo pensé, tras un rato mirando al vacío, rumiando su contestación: pues claro, si lo ha elegido ella. Pues claro que sí.

Esa mujer que ahora recoge el paquete que le tiendo con el cuarto de caña de lomo para ese otro detestable e infeliz, es una mujer capaz de parir un linaje de reyes, de conquistadores, de guerreros. Ella misma lo es, es todo eso. Ha conquistado su propia vida: cuando empezaba a tenerla, apenas una niña, el otro se la quitó. Y durante años vivió siendo un espectro, pálida, atrapada, cautiva de una pesadilla sangrienta que casi la mata. Sobrevivió. Ganó. Cuidarlo a él, al otro, años después de que la repudiara, años después de conseguir olvidarlo, de huir de su presencia oscura y criminal, cuidarlo a él y alimentarlo con la paciencia de las madres, ofrecerle una dulzura y una amabilidad que no se merece y que nadie más le va a dar en su última hora, es, ahora lo comprendo bien, la gran victoria de su vida: el triunfo absoluto de su bondad. De la bondad. Por que ella, pienso mientras la veo alejarse, debe ser la prueba de que Dios existe, y no es mentira.

 

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