Se ha muerto Rita Barberá, una mujer cuyo nombre, por una cosa o por otra, parecía siempre en la punta de la lengua cuando se mencionaba la corrupción política en la España contemporánea. La muerte tiene la cualidad taumatúrgica de cubrir con un sudario de benevolencia la trayectoria vital del finado. Tampoco es eso. De hecho, esa indulgencia forzada que se suele adoptar para con los muertos (recientes) al hablar de ellos en público, es una forma grotesca de hipocresía. Una beatificación cínica. No obstante, la muerte es, sobre todo, un rotundo silencio, que grita tanto más fuerte cuanto más ruidoso es el chamullo de las ratas.
Hay un problema de fondo verdaderamente grave en quien equipara delitos (o sospechas) de corrupción política o financiera con crímenes de sangre; en efecto, no es lo mismo un terrorista, un asesino, un pedófilo, un violador, que un corrupto, por más que el corrupto haya incumplido (o se sospeche, insisto) el pacto social que en su condición de representante de los ciudadanos asumió defender. No es lo mismo, no es lo mismo. Hay que insistir en ello, todo lo que haga falta. Yo no soy juez. No sé si Rita Barberá será hallada, póstumamente, culpable de los delitos de que se le acusan, o no. Quizá ocurra así. Estuvo 25 años seguidos al frente del Ayuntamiento de Valencia. Tengo la intuición, personalísima e intransferible, de que un ejercicio tan prolongado del poder puede llegar a corromper moralmente a una persona, a hacerla débil, a cegarla, a conducirla a un estado de irrealidad.
Sea así o de otro modo, Rita Barberá no mató a nadie. Su podredumbre moral, si la hubo, afectó a su responsabilidad como cargo público: para aplicarle el justo y exacto castigo a eso están los tribunales, y la opinión pública. Lo que una sociedad honesta consigo mismo no puede aceptar jamás es la deshumanización del adversario político, traza totalitaria por antonomasia: a eso conducen comportamientos tan mezquinos como el de los diputados de Unidos Podemos que hoy en el Congreso no han respetado el minuto de silencio por la memoria de la difunta senadora. Cada ser humano merece conmiseración, fraternidad. Creo, y vuelvo a hablar sólo por mí, que sólo le negaría esa fraternidad, ese mínimo común denominador de generosidad y empatía, a homicidas monstruosos o psicópatas depravados.
En todo caso, hay que verse en esas tesituras: no suele ser agradable la muerte, incluso la de las ratas. El alborozo y la alegría suelen ser incompatibles con ella. Sólo el alivio acompañaría el deceso de grandísimos hijos de puta. Sin embargo me resulta curiosa una circunstancia. En Unidos Podemos se enorgullecen, o al menos muchos de sus señorías lo hacen o han hecho en algún momento de sus vidas, de «militar» (esta gente siempre milita, honrando la etimología del verbo) en el anticapitalismo. Entre otras razones de índole económica o material, arguyen que el capitalismo, según sus observaciones, deshumaniza al ser humano, transformando su trabajo, su intelecto, su emoción y su vida al completo en mercancía susceptible de comprarse y venderse. Luego son incapaces de deslindar a una persona de unos hechos (aún por probar en sede judicial) que, en caso de considerarse delictivos, constituirían la prueba de que Barberá resultaba incompetente para gestionar la res pública, pero que en nada la invalidaban para merecer el afecto primario de un doliente para con otro doliente.
En estos días en que regurgitan las cloacas, me gustaría vivir, como Gaziel, en una masía, en lo más frondoso del monte. Con una chimenea muy grande llena de leña, una gran mesa de madera, y los suelos y las paredes repletos de libros. Qué desazón.