13-11-16

Pensaba el otro día que una mañana de sábado condensa un poco todo lo que es la vida, todo lo que debería ser. A uno le encantaría vivir en una mañana de sábado, en esas horas maravillosas en las que uno vive en un estado de euforia. Esa excitación, ese estado de alegría, esa joie de vivre de los franceses, que se siente el sábado por la mañana, en donde todo parece posible. Un sábado por la mañana uno aguarda cosas extraordinarias; está contento porque hace sol, se está agradablemente por la calle, la gente va y viene despreocupada y alegre, atenta sólo a los preparativos de una comida en familia o de una reunión de amigos. Pero hay una diferencia entre ese estado de jocundia y el de promisión, el estado del que espera algo más, algo fantástico: eso es, exactamente, el sábado. La espera de un almuerzo estupendo, en la calle, o en el patio, al fresco, entre personas que uno ama o quiere amar. Se aguarda; se está bien, pero se quiere estar mejor. Ahí radica la esencia del sábado y su felicidad absoluta, compendio del paso del hombre por este mundo: el sábado por la tarde, tras la siesta, eso ya no existe. Es otra cosa.

Hace un año del ataque a París y acaba de morirse Leonard Cohen. Escribí el otro día que me parecía uno de esos hombres predestinados, píticos, de esos de los que el dios del oráculo habla por él, susurra salmos viejos y verdaderos, únicos. Gracias a la reproducción digital, esa voz no se irá nunca, y esto me consuela pues estoy empezando a descubrirla. ¿Cómo he podido pasar tanto tiempo sin acudir a Cohen? ¿Sin acudir a los demás? ¿Por qué me hablan los muertos? Alguien que dice que está preparado para morir, que espera la muerte con serenidad, en paz consigo mismo y con el mundo, es alguien que tiene mi respeto. Quisiera vivir y morir como gente así, aprendiendo y contemplando la disparatada cicatriz, admirando su belleza, porque lo oscuro y lo que duele es lo que otorga la sublime belleza a la luz: sin la vidriera tajada en la piedra como un cuchillazo, sólo sería un haz confuso estrellándose contra un muro, y siendo olvidado.

Hace un año que atacaron París. Sentí que los asesinos habían conquistado un saliente profundo dentro de mí: tuve miedo. Era un miedo distinto al de Madrid, marzo de 2011. Era un miedo vinculado a cierto y extraño, ridículo pensando en frío, sentido patrimonial. ¿Se puede amar una calle? ¿Se puede querer un paisaje apenas vivido? ¿Se puede quedar bajo la piel, entre las uñas, impregnado en el lagrimal, aunque pasen los años?

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