Madrid, noviembre de 1936

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En la tarde del 6 de noviembre de 1936, el Gobierno de la República española, presidido por Largo Caballero, decidía abandonar Madrid. Hacía poco que, por primera vez en la Historia de España, cuatro militantes anarquistas entraron a formar parte del gabinete: Juan García Oliver, en Justicia; Juan Peiró, en Industria; Juan López Sánchez, en Comercio, y Federica Montseny, en Sanidad.  Apenas unos días antes, a finales de octubre, el premier, que a la sazón era Ministro de la Guerra, se dirigió por radio a los madrileños exhortándoles a resistir: «Llegó la hora del esfuerzo decisivo. Los ataques del enemigo se estrellan contra nuestra voluntad de vencer. Es el momento no sólo de hacer frente sino de arrojarlo de una vez para siempre de sus posiciones actuales, de librar a Madrid de la garra fascista».

El ejército sublevado estaba a punto de saltar sobre la capital de España, corazón de la República y su bastión moral: desde el día 7 de octubre, el ya célebre Ejército de África había relanzado su ofensiva con 10 mil hombres a las órdenes del general Varela. 10 mil soldados bien alimentados y bien pertrechados, divididos en columnas encabezadas por los coroneles Asensio, Tella, Delgado Serrano, Castejón y Barrón; este ejército contaba con la ayuda de otros 10 mil voluntarios, entre falangistas, requetés y soldados regulares al mando del general Valdés Cabanellas. Varela, de quien cuenta Hugh Thomas en «La Guerra Civil española» que un periodista inglés lo sorprendió con las medallas puestas sobre su batín de dormir, tenía el encargo del Alto Mando rebelde de capturar Madrid lo antes posible. No en vano, Mola anunció que el 12 de octubre se estaría tomando un café en la Gran Vía, donde el dueño del Café Molinero, tras enterarse por la prensa, le reservó una mesa poniendo un cartel con su nombre, en tono jocoso. Varela empujó a sus soldados, hechos a la guerra de exterminio en las montañas marroquíes del Rif, hasta tomar Illescas; los milicianos republicanos se desplazaron hasta el frente en autobuses urbanos de dos pisos, pero fueron barridos de esa posición y hubieron de retroceder. A finales de octubre el Komintern organizaba en Francia, sin disimulo, el suministro urgente de hombres y armamento a la República, mientras que la Legión Cóndor alemana iba por mar camino de Sevilla en barcos de la Kriegsmarine ante la impasibilidad de británicos y estadounidenses. El Comité de No Intervención se disipaba entre bizantinismos y Largo Caballero, en Madrid, se negaba a reclutar obreros de la construcción para cavar trincheras alrededor de la ciudad desdeñando la idea ante la prensa extranjera. «¿Pero ustedes se creen que los españoles van a luchar bajo tierra como las ratas?» Los anarquistas se negaban a formar parte de los reservistas de reemplazo llamados a filas y pedían ser encuadrados en unidades exclusivamente cenetistas; los comunistas se indignaron por ello y criticaban «la vanidad, pedantería y extraña confianza de Largo Caballero en los viejos generales de mentalidad tradicional».

Uno de esos generales se llamaba José Miaja y Menant. Tenía 58 años, era de Oviedo y, como sus enemigos, veterano de Marruecos. En una serie titulada «Los secretos de la defensa de Madrid» y publicada en julio de 1938 por Manuel Chaves Nogales en la revista mexicana «Sucesos para todos», se le describía como «un viejo general que se obstina en seguir siendo leal a la República». «Ser general de la República en los primeros meses de la guerra civil no es, ni mucho menos, una situación envidiable. Los generales más prestigiosos de España se han sublevado contra esta República antimilitarista que ha respondido a la rebelión lanzando a las masas proletarias al asalto de los cuarteles. El pueblo en armas ha fusilado a los militares que han caído en sus manos y luego se ha puesto a hacer la guerra improvisando el más incongruente ejército del mundo; un ejército en el que las virtudes militares son consideradas como delitos. Los generales, jefes y oficiales que han permanecido fieles a la República sucumben heroicamente en el vano intento de organizar para la guerra a unas masas revolucionarias que al sentirse impotentes se revuelven furiosas contra ellos al grito de: ¡Hemos sido traicionados, fusilemos a los jefes!» Miaja permanecía en la Capitanía General de Madrid el 6 de noviembre. La esperadísima ayuda rusa había llegado abruptamente un poco antes, el 29 de octubre: quince tanques T-26 al mando del capitán Paul Arman «Greisser» que rompieron la línea rebelde en Seseña según la novedosa técnica, importada de Alemania, de la blitzkrieg, y unos Katiuska habían bombardeado Sevilla, una de las ciudades más importantes del bando enemigo.

Antes de evacuar las sedes gubernamentales, Largo Caballero nombró a Miaja máxima autoridad civil y militar de Madrid. En el Palacio de Buenavista, cuartel del Estado Mayor Central y hoy Cuartel General del Ejército de Tierra, Miaja, junto al jefe del Ejército del Centro, el general Pozas, recibe del general Asensio (Subsecretario del Ministerio de la Guerra) una carta «muy confidencial» que no debían abrir «hasta las 6 de la mañana». Ambos hombres no esperaron tanto y descubrieron que los sobres estaban equivocados: a Pozas se le ordenaba que «estableciera un nuevo cuartel general del Ejército del Centro en Tarancón» y a Miaja que «organizara una Junta de Defensa con representantes de los partidos del Frente Popular que se hiciera responsable de Madrid y defendiera la capital como pudiera». En caso de retirada, las instrucciones eran que conservara «el ejército intacto» y se replegara hacia Cuenca.

Miaja y Pozas recibieron el encargo de guardar una ciudad moribunda cuyas élites administrativas y políticas la habían abandonado y cuya población civil sufría las consecuencias del cañoneo constante de aviones y obuses, así como la escasez de víveres propia de un asedio. No tenían armas ni tampoco pertrechos de guerra, y casi no tenían tampoco soldados. Bandas de individuos armados y fuera de control campaban a sus anchas por las calles llenas de cráteres y cadáveres en descomposición de personas y bestias. Ministerios y dependencias del Gobierno habían sido vaciadas y abandonadas con premura. Los moros de Franco, como eran conocidas las tropas nativas rifeñas que subían con el Ejército de África y cuya reputación era terrible entre la población cercada, habían capturado ya Getafe y hostigaban los arrabales de la ciudad. Se habían producido escabrosas matanzas arbitrarias en Paracuellos llevadas a cabo con la aquiescencia de la Dirección General de Seguridad, en manos de comunistas: las referencias de Mola a una «quinta columna» de infiltrados que haría capitular Madrid, hechas a la prensa internacional, desencadenaron el traslado masivo de presos desde la cárcel Modelo a Paracuellos del Jarama, San Fernando de Henares o Torrejón de Ardoz, que terminaron en una carnicería indiscriminada. Los edificios eran fantasmagóricos anaqueles de hormigón; la Gran Vía era conocida ya por los madrileños, siempre vivos a la hora de digerir las desgracias con gallardía, como «la del Quince y medio», en referencia al calibre de las piezas de artillería con la que los rebeldes bombardeaban la principal arteria de la ciudad desde la misma Casa de Campo. Había comenzado ya, además, la Operación Rugen Winter: el almirante Canaris, ejecutando órdenes del Ministro de Asuntos Exteriores del Reich von Neurath, lanzaba el despliegue de la Legión Cóndor, al mando del general von Sperrle. 100 aviones de combate apoyados por unidades de cañones antiaéreos y baterías antitanques, y por dos unidades de tanques blindados. Antes de que la Cóndor estuviese completamente operativa, bombarderos Junker 52 y cazas Heinkel 51 llevaron a cabo el día 30 de octure el primer bombardeo aéreo moderno a gran escala de una ciudad europea, siguiendo las directrices del «Proyecto de ataque aéreo Madrid»: deprimir la moral del adversario «al poner sobre la capital un gran número de aviones a las horas de funcionamiento de las oficinas y de mayor circulación de las calles».

En la madrugada del 6 al 7 de noviembre, el alcalde de Madrid, Pedro Rico, así como otros miembros de la administración que huían de la ciudad rumbo a Valencia en la gran caravana del Gobierno, fueron detenidos en Tarancón por piquetes de anarquistas adscritos a la CNT y otros sindicatos. El caso de Pedro Rico fue especialmente llamativo: de vuelta en Madrid el 7 de noviembre, hubo de esconderse en la embajada de México, llena hasta arriba de refugiados de derechas, reconocidos católicos, burgueses en general y personas temerosas de caer bajo el arbitrario fuego de las partidas que se enseñoreaban de las calles de Madrid. El banderillero de Juan Belmonte, José Pérez Gómez «El Nili», metió al alcalde en el portaequipajes de su coche y así alcanzó Valencia. Mientras tanto, Miaja, cumpliendo instrucciones, organiza rápidamente la Junta de Defensa compuesta por miembros de las juventudes social-comunistas, el corresponsal del periódico orgánico de la URSS, el «Pravda» y el general ruso Goriev con sus asesores. La tarea más urgente era la de arreglar una suerte de Estado Mayor. Para ello, Miaja contaba con su ayudante de campo, el comandante Pérez Martínez, y su secretario particular, Antonio López, «dos hombres fieles que durante muchos meses han de seguirle como la sombra al cuerpo», según Chaves Nogales. Se tiene constancia de que los rebeldes están ya en el Cerro de los Ángeles, y de que los arrabales de Carabanchel Alto y de Usera han sido evacuados. En la Puerta del Sol, en Gobernación, sólo queda Wenceslao Carrillo, el Subsecretario de Gobernación. Se han hecho instalar ametralladoras en los balcones, y el espectro de la «quinta columna» sobrevuela todas las mentes, convirtiéndose en paranoia. Un oficial joven, Vicente Rojo, famoso por haber visitado el Alcázar de Toledo durante el asedio, «competente, educado y culto, pero pesimista y sin garra popular» según Thomas, fue el encargado de articular una defensa sólida. Se apoyó para ello en algunos oficiales de Estado Mayor que quedaban en Madrid, como Matallana, Estrada y Segismundo Casado. Se los convocó a todos al Palacio de Buenavista y se hizo venir también a todos los jefes sindicales de la ciudad.

Miaja les pidió 50 mil hombres, lo antes posible. Chaves Nogales retrata aquella extraña reunión entre militares profesionales de carrera y sindicalistas feroces y medio analfabetos: «los jefes de las dispersas columnas van llegando al Ministerio. Entre ellos hay viejos oficiales postergados por la monarquía que se sienten ligados de por vida a la República y que fracasan en el empeño imposible de dar disciplina y cohesión a unas masas de milicianos antimilitaristas que no tienen en ellos ninguna confianza. Otros, son hombres de acción de los partidos revolucionarios, bárbaros caudillos del pueblo, guerrilleros típicamente españoles, dignos descendientes del Empecinado, hombres jóvenes, fuertes, temerarios; pero incapaces de sostener la lucha contra un ejército moderno y bien equipado con tanques y aviación. Desde Extremadura han venido replegándose hasta Madrid sin haber podido oponer al enemigo una verdadera resistencia. Sus columnas de voluntarios entusiastas e indisciplinados se deshacen como la espuma apenas chocan con las vanguardias aguerridas de los marroquíes y del Tercio. Ahora, ante el general Miaja, estos hombres cuyos rostros demacrados reflejan la impotencia y la desesperación bajan la vista avergonzados, llenos de rencor y de odio por no haber acertado a convertirse en los héroes legendarios que soñaron ser».

Mola, Varela y Yagüe, al otro lado, retrasaron su asalto a Madrid hasta la madrugada del 8 de noviembre. Se produjo entonces una milagrosa casualidad que ofreció a Miaja una posibilidad cierta de resistencia: unos milicianos, siguiendo el ejemplo del famoso marinero Antonio Coll, «el cazador de tanques», inmovilizaron un tanque italiano en la carretera de Extremadura. Al tanquista muerto se le encontraron unos papeles que resultaron ser el plan de ataque del general Varela para el día 8. Se atacaría entre la Ciudad Universitaria y la Plaza de España, convergiendo sobre las colinas que ocupan la cresta del río Manzanares. Los rebeldes atravesarían el Parque del Oeste siguiendo el curso del río y alcanzarían la Casa de Campo. Habría tanques alemanes e italianos, y sobre todo, soldados expertos en trepar por las ásperas cumbres del Rif: la idea era conquistar el Cuartel de la Montaña y someter la Gran Vía y el Palacio Real, llamado ahora Nacional, a un intenso fuego desmoralizador. El descubrimiento inyectó energía a los jefes sindicalistas y, mal que bien, los oficiales al servicio del nuevo Estado Mayor Central consiguen la colaboración de sindicatos y milicianos, quienes atesoraban prácticamente todas las armas y municiones existentes en Madrid. Dice Chaves que «el partido comunista, el más fuerte, se pone al lado del viejo general desde el primer momento. O si se prefiere, el viejo general se echa en brazos de los comunistas. El partido comunista es el único que durante estos cuatro meses de lucha se ha preparado para una guerra larga. Su Quinto Regimiento es la única tropa voluntaria con cohesión y disciplina que hay en Madrid. El general Miaja, apoyándose en esta fuerza comunista, arrastra a las demás fuerzas revolucionarias y las somete a su mando. Es su gran triunfo. Como garantía de su lealtad, el viejo general se prende en el pecho la estrella roja de cinco puntas. Es igual. Miaja no ha sido nunca comunista ni lo será jamás».

En Madrid, según Thomas, acuden voluntarios a todas las centrales sindicales y sedes de organizaciones políticas, dispuestas a someterse a una precaria disciplina híbrida, militar y orgánica, que anuncia la futura Brigada-Mixta del Ejército Popular que está en gestación. El día 8 los milicianos dirigidos por oficiales de carrera logran frenar el avance de Varela en el Cerro de Garabitas, excelente posición de tiro, por otra parte, para la artillería rebelde. Hicieron acto de presencia entonces las Brigadas Internacionales, desfilando por la Gran Vía mientras que en las alturas de Madrid se repelía milagrosamente a la infantería y la caballería del Ejército de África. Marchan camino del frente los primeros, «un batallón de alemanes, con una sección de ametralladoras servidas por ingleses, entre los que se contaba el poeta John Cornford. El batallón había llevado el nombre de su jefe, un ex-oficial prusiano, Hans Kahle, que ahora era comunista, pero este nombre había sido cambiado por el de batallón Edgar André, en honor de un comunista alemán de origen belga que se llamaba así y había sido decapitado por los nazis el 4 de noviembre».

Marcharon tras el Edgar André el batallón franco-belga Comuna de París, al mando de un ex-oficial francés comunista con experiencia en la Guerra de Abisinia, Jules Dumont, y el batallón Dombrowsky, lleno de mineros polacos. Componían la 11º Brigada, al mando de Kléber, y «habían llegado a Madrid después de ser aclamados en los pueblos de La Mancha por campesinos que gritaban ¡No pasarán! y ¡Salud!». Tenían experiencia ya pues habían combatido en el valle del Tajo y en Aragón, pero eran la primera Brigada reunida ad hoc por el Komintern y expedida a España desde Francia en trenes que a menudo eran detenidos por las autoridades francesas, quienes impidieron la entrada a muchos otros voluntarios que de un modo u otro acabaron saltando por encima de los Pirineos. Se dice que muchos madrileños tomaron a estos voluntarios comunistas como soldados regulares de la Unión Soviética, que por fin se había decidido a intervenir directamente en España con tropas sobre el terreno. Por ello se gritó, dice Thomas, el ¡Vivan los rusos! en la Gran Vía al paso de estas unidades, aunque lo cierto es que el Komintern era de facto un órgano controlado por Moscú a través del que se canalizaba la ayuda rusa a la República guardando la fachada legal del Comité de No Intervención. La llegada de los brigadistas internacionales impulsó moralmente la resistencia ciudadana, no cabe duda. La noche del día 8 los rebeldes seguían fuera de Madrid aunque estaban, por así decirlo, con un pie en el umbral de la puerta: cuenta Chaves Nogales que la misma mañana del 8 «se advierte que antes de que amanezca el enemigo ha ido tomando las posiciones que en su orden de operaciones se señalan como punto de partida para el ataque a Madrid. Su artillería formada por dos grupos de baterías del quince y medio, dos de diez y medio y otros dos del seis y medio, rompen el fuego contra las posiciones republicanas. Según estaba previsto, el enemigo comienza atacando por los sectores del Suroeste, como si efectivamente se propusiera pasar el Manzanares por los puentes de Segovia y Andalucía. En la madrugada los milicianos han volado con dinamita el famoso puente de Segovia. El ataque por este lado sigue pareciendo inverosímil al general Miaja».

Una columna de rifeños se infiltró por la Casa de Campo llegando, en efecto, hasta la Ciudad Universitaria. «Aquí, en Madrid, se encuentra la frontera univeral que separa la libertad de la esclavitud. Aquí, en Madrid, se enfrentan en una gran lucha dos civilizaciones incompatibles: el amor contra el odio, la paz contra la guerra, la fraternidad de Cristo contra la tiranía de la Iglesia», decía por radio Fernando Valera, Subsecretario de Comunicaciones. La atención del mundo está sobre Madrid: los corresponsales de los principales periódicos anglosajones afirman que la ciudad está a punto de sucumbir; socialistas y comunistas internacionales ven Madrid como la última frontera contra la barbarie fascista, del mismo modo que fascistas, nazis, reaccionarios, así como democristianos, socialdemócratas y liberales en Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña, empiezan a ver Madrid como la plaza donde se dirime la lucha contra el bolchevismo internacional. El día 9, Varela lanza al Ejército de África sobre Carabanchel, en un intento por desbloquear la situación en la Casa de Campo. Fracasa y los milicianos se endurecen en la guerrilla urbana, a la que no están acostumbradas las tropas nativas del Rif. La pelea se estanca con atroces bajas en los dos bandos mientras siguen afluyendo brigadistas internacionales y, a la vez, la famosa Columna Durruti. 4 mil anarquistas que salieron de Barcelona en verano dispuestos a tomar Zaragoza, y que llegaron a Madrid sin haberlo conseguido; fueron recibidos con recelo y desconfianza por parte de los comunistas, sino con abierta hostilidad en una ciudad extraña en la que los anarquistas, siendo una fuerza poderosa, estaban en desventaja. Durruti fue armado con fusiles viejos y enviado a la Casa de Campo el día 15. Madrid resistía, aunque los autores se debatan todavía si el mérito era de Miaja o de Goriev, quien tenía su propio Estado Mayor en el Ministerio de Hacienda y dirigía la guerra desde allí de manera autónoma, controlando la acción de las Brigadas Internacionales.

Sin embargo, los madrileños motejaron a su salvador con el pomposo nombre de «Defensor de Madrid». Miaja y un puñado de oficiales fieles continuaron leales a su deber mientras a su alrededor todo se venía abajo. «Locuaz, amante de las anécdotas, saltando de un tema a otro, era un hombre difícil de juzgar», dice Thomas citando a Azaña, Miaja «era simpático, tranquilo, indolente y feliz; pero también competente y vanidoso. Era bajo, tenía el aire amable de un franciscano y había sido tan ambiguo en julio en Madrid como desafortunado en agosto en Córdoba», donde fracasó en su intento de reconquistar la ciudad andaluza con el Ejército del Sur. Estas palabras recuerdan a como los historiadores describen a Joffre, el mariscal de Francia y héroe que frenó a los alemanes en el Marne en el verano de 1914. En cierto modo, ambos hicieron lo mismo. Tanto Miaja como Papa Joffre se erigieron delante de la puerta, mientras todo el mundo, huyendo, recreaban en torno suyo el famoso cuadro de Brueghel el Viejo, El triunfo de la muerte. 

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