Todo el mundo, al hablar de Rusia, o de la novela rusa, piensa: Tolstoi, Dostoievski. Naturalmente, los dos colosos no sólo se vienen a la mente de cualquiera en una charla sobre literatura. Son, así mismo, estandartes inevitables de la cultura europea y universal, y emblemas sinecdóticos de lo ruso. Si el siglo XIX fue fecundo en algo, fue en novelas. El género creció, se expandió, se inventó de nuevo, alcanzó la cota más alta de excelencia, y todo porque, como es obvio, se sucedieron en Francia, Gran Bretaña y Rusia las vidas de los autores más excepcionales de la literatura de ficción: Hugo, Balzac, Stendhal, Dumas, Flaubert, Zola, los citados Tolstoi y Dostoievski, Dickens, Poe en América, Kafka más tarde, en Centroeuropa. No obstante, el caso ruso es paradigmático. A medida que se derrumbaba el insostenible ecosistema social del país, las letras rusas brillaron con un fulgor comparable al del Siglo de Oro español. La analogía con la España de los Austrias es procedente, puesto que la decadencia general, interestamental, política, de las dos naciones, fue quizá el sustrato que fertilizó la tierra que estos genios necesitaban para desarrollar su talento. Sin embargo, hoy día, aquí en España, ¿quién conoce lo que hubo antes de Tolstoi y Dostoievski? ¿Quién los lee? Antes de Zeus fue Urano. Antes de Fiodor y de León, vino, entre otros y sobre todo, Gogol.
A pesar de ser conocido en el mainstream por su única novela, «Almas muertas», ciertamente, su obra más extensa y, digamos, compendio absoluto de su arte narrativo, Gogol destacó sobre todo en el relato y el cuento. En esto Gogol fue muy ruso, siguiendo con la tradición memorable de la prosa breve rusa que elevaron a la posteridad Pushkin, Turgenev o Chejov. Escribir cuentos siempre fue una prueba de raza para los escritores del microcosmos que es Rusia, y Gogol tiene algunos de los mejores. «Todos venimos de El capote», dicen que dijo una vez Dostoievski. La influencia gogoliana en el genio del retrato psicológico es muy notable, visible quizá más al principio de su obra, cuando todo escritor revela sus fuentes, sus referentes y sus lecturas. «Pobres gentes», la primera novela dostoievskiana, no es más que la continuación sui generis de un cuento capital para entender la literatura rusa del siglo XIX y el contexto humano que la alumbró, así como «El doble», si nos tomamos la licencia, es una paráfrasis hecha por Dostoievski del mismo texto gogoliano.
En «El capote», Gogol exhibe la podredumbre. Lo hace montando un puesto en la gran plaza de abastos de la opinión pública rusa. Puede considerarse este cuentito, tan corto como intenso, como un prólogo de «Almas muertas», publicado en el mismo año, 1842. Akaki Akkakievich es un funcionario honesto, pulcro, honrado y muy pobre, precisamente por culpa de todo lo anterior: ahí radica la incisión de Gogol en el alma rusa, un alma tumefacta que alguien tenía que sajar. «Un joven había ingresado recientemente en el departamento y que, siguiendo el ejemplo de los otros, trató de divertirse a costa de Akaki Akkakievich, de pronto cesó de hacerlo, como si le hubiesen traspasado el corazón, y desde entonces, todo pareció cambiar en él y empezó a ver las cosas desde un punto de vista diferente. Algo así como una fuerza invisible le hizo apartarse de sus colegas, a quienes al principio había tenido por personas decentes y bien educadas. Y durante largo tiempo después, incluso en sus momentos más felices, se representaba al funcionario bajito de la coronilla calva diciendo esas patéticas palabras: ¡Déjeme en paz! ¿Por qué me mortifica? Y en esas lastimosas palabras creía oír otras: Soy tu hermano. Y ese pobre joven se tapaba la cara con las manos y más de una vez en el curso de su vida se percató de cuánta crueldad hay en el hombre, de cuánta brutalidad se esconde bajo los modales más cultos y refinados, y ¡Dios santo! incluso en el hombre a quien el mundo considera noble y honrado…»
En ese fragmento está condensada, probablemente, la propia epifanía personal de Gogol. No cuesta demasiado verlo reflejado en estas palabras, extracto de «El capote» que aludía al único momento de compasión y misericordia que encuentra Akkakievich durante su tragedia personal, tan ligada a su puesto como funcionario público. Si hay algo que une cual tela cartilaginosa a Gogol con Tolstoi y con Dostoievski, y con Hugo y con Balzac, es la vindicación del amor: la comprensión, acaso el respeto, el amor al prójimo. Es una de las columnas vertebrales de la novela del siglo XIX, de la novela profunda, de la llamada «social». Es vindicación está relacionada estrechamente con el cristianismo, un cristianismo que a pesar de su ropaje político, de su cualidad «religio», pública y clerical, es un cristianismo básicamente primordial, desvestido de disfraz alguno: «En el hambriento, en el sediento, en el que sufre, estaré yo», dice la Biblia que dijo Jesucristo, y eso es lo que reclama Gogol con «El capote» y sobre todo con «Almas muertas». Un nuevo advenimiento de la hermandad universal, tan ausente en su querida Rusia.
Gogol pertenecía a la nobleza rural de Ucrania. Nació en 1809, cuando el corpus territorial y cultural propiamente llamado Ucrania era un Estado semi-independiente tutelado por Rusia y comprimido entre los territorios tártaros de Crimea y el Mar Negro y Polonia. En realidad, Ucrania formaba parte, sino efectiva, sí al menos, sentimental, del imperio de los Zares. En todo caso era un territorio de frontera, abierto y hostil, peligroso y duro sobre todo para hombres de letras como Gogol, quien no tardaría en marcharse rumbo a San Petersburgo a probar fortuna. Había heredado de su padre la afición por la literatura, en especial por la dramaturgia, y de su madre, historias: muchas historias, todas de fantasía, de marcada tradición oral, cuentos y leyendas más o menos místicas aderezadas con multitud de elementos sarcásticos del tono descarado y burdo propio de las trovas que los campesinos se contaban en torno al fuego en las largas noches de invierno en el campo ucraniano. Gogol tejió con todo ese acervo su debut en la gran capital: las «Veladas de Dikanka».
A San Petersburgo llegó con 20 años. Los Romanov llevaban gobernando Rusia más de 200; parte sustancial de su poder feudal se articulaba mediante un estamento adiposo creado y alimentado durante generaciones que respiraba a través de los poros económicos y sociales de Rusia parasitándolos, cuya cabeza se encontraba en Moscú y su corazón en San Petersburgo, y cuyos rejos se extendían por cada una de las capitales de provincia del vasto territorio de los Romanov: la burocracia. Una burocracia en cierto modo similar a la que servía de apoyo ortopédico a las dinastías absolutistas regentes en Francia, Austria, Prusia o España, pero con un volumen ominoso y pantagruélico que fagocitaba mezquinamente las capacidades humanas del país por su naturaleza arbitraria, discrecional, nepotista, endogámica y excluyente: como escribiente de esa mastodóntica e ineficiente administración civil entró a servir Gogol a su llegada a la ciudad del Neva. No tardó en ganarse la amistad de Pushkin, estrella fulgurante del panorama literario ruso en aquel momento, y en 1836, con la publicación de las «Veladas», Gogol adquirió cierto renombre en los círculos oportunos.
Si consideramos la Rusia zarista como un conjunto de anillos concéntricos sujetos en el centro de una inmensa estepa, la élite artística no era sino una muñeca dentro de otra más grande ubicada en el anillo de otra élite social, la situada en la órbita de los funcionarios y servidores públicos del Estado (el mundo, dicho en literario). Éste anillo, a su vez, estaba dentro de la gran matrioska, la urbana: San Petersburgo y Moscú, alfa y omega del imperio. Fuera de esas dos ciudades sólo había campo, es decir, granero y recreo de la clase acomodada, de los poderosos, todos ellos terratenientes o aspirantes a que compaginaban sus ingresos devengados de multitud de prebendas públicas con las rentas de la explotación de sus tierras. Con «Las Veladas» Gogol llevó ese campo místico y lleno de referencias al diablo, esa imaginería campesina rica en mistificaciones y prodigios, a la ciudad. Se comprende su éxito inicial, pues su prosa es viva, fresca, describe figuras conocidas por todos en la ciudad pero al mismo tiempo lejanas, exóticas: paisajes llenos de tártaros y cosacos como «Taras Bulba» que reflejaban la ferocidad de un universo salvaje y bestial, sanguinario, brutal y desmedido, que a la vez era propio, pues era ruso a pesar de todo.
«Cuando el hombre se enamora, es igual que la suela puesta en remojo: se le puede doblar como se quiera», dice Taras, el protagonista de un cuento a medio camino entre las «Veladas» y su crepuscular «Roma», también precursor de «Los cosacos» de Tolstoi. Poco después de su éxito primero, escribe y logra representar «El inspector», una comedia extraordinaria: podría ser un esperpento, podría, incluso, ser una astracanada, pero sin ninguna duda es el embrión de «Almas muertas». «El inspector» le trajo muchos problemas a Gogol, quien tuvo que quitarse de en medio una larga temporada: en sus tres actos se ridiculiza y humilla de la misma forma obscena y cínica, quirúrgica (si se puede expresar en términos periodísticos) y perfecta a la casta de burócratas advenedizos, trepadores, hacedores de componendas y chanchullos, corruptos y arribistas en que ha degenerado ya en tiempos de Gogol el estamento funcionarial descrito anteriormente, auténtico cáncer de la Rusia productiva y energética. «El inspector» es una pieza magistral, un retrato cínico y divertido de alcaldes, comisarios, inspectores, comerciantes y jefes de policía adscritos todos a una máxima bíblica aplicada al reparto del erario público: multipliquémos los panes y los peces y que todo quede entre nosotros. Seres amorales e hipócritas, verdaderos degenerados sin la menor ética personal, se enriquecen pudriéndose por dentro. Gogol mostró de un tajo certero el posmo que hedía bajo la epidermis urbana de su país, sobre todo en las capitales lejanas, en las provincias a muchos kilómetros de distancia de las dos grandes ciudades, remotas e imposibles de vigilar de cerca y dejadas de la mano de representantes públicos del Zar que no tenían, literalmente, vergüenza, y que aseguraban el equilibrio pacífico de la coexistencia con la legión famélica de mujiks sin derechos sociales, cívicos y políticos de ninguna clase y que, no obstante, sustentaban con su trabajo servil el tren de vida libinidoso y grotesco de los terratenientes moscovitas y petersburgueses, quienes sólo venían al campo una vez al año y dejaban sus bienes en las astutas manos de taimados administradores (de la clase de los Sedàra de «El Gatopardo»).
En su exilio vivió en Roma, principalmente. Dibujó una Roma fascinante en su relato homónimo, texto único en la producción gogoliana por su naturaleza sorprendentemente positiva, acaso optimista: Gogol no es cínico, no desdibuja hiperbólicamente a sus personajes con objeto de pintarrajear a brochazos los tumores sociales que él considera capitales y que quiere denunciar con colores vivos; al contrario. En «Roma», Gogol es romántico, como al principio, como en las «Veladas», pero ya está atrapado por el conservadurismo político y espiritual tan propio de los contrarreformistas rusos, tan característico de la lucha eterna, secular, en aquel país, entre los occidentalizantes y los defensores de la ortodoxia rusa pura. El protagonista de Roma, un príncipe gatopardesco que ha sido seducido por París y luego escupido por Die Grosse Babylon de vuelta de nuevo, contrito, a la Italia primordial, apostólica y ruda, hace el contraste que bien puede entenderse entre la Europa ilustrada y liberal y la Italia, Rusia, que Gogol aspira inamovible en el tiempo, sin mácula: «frente al lujo estable y fecundo que rodea al hombre de objetos que estimulaban y pulían su alma, ¡qué bajos le parecían los insignificantes adornos actuales, abortados año tras año por la inquieta nada! Qué extraño e inconcebible le resultaba el fruto del siglo XIX ante el que se postraban en silencio los sabios, un fruto que aniquilaba y destruía todo lo que fuera colosal, grandioso, sacro. Cuando reflexionaba de aquella manera, un pensamiento surgía espontáneo en su mente: ¿sería ese el motivo de la frialdad indiferente que se ha apoderado del siglo en que vivimos, el comercio, el bajo cálculo, el embotamiento precoz de los sentimientos que no tienen la oportunidad de brotar y desarrollarse? Ya no hay iconos en las iglesias y la iglesia ya no es la iglesia: murciélagos y espíritus malignos anidan en ella».
Entre el exilio y su regreso, entre «Roma» y «Almas muertas», entre su último rapto de belleza literaria italiana y su definitiva descarga eléctrica de cinismo sátira, Gogol escribió un conjunto de relatos nucleares agrupados por algunos editores bajo el nombre de «Historias de San Petersburgo». Son cinco relatos cortos que abundan por la senda de «El inspector» y que siguen preconfigurando la novela «Almas muertas», para muchos estudiosos la primera de las novelas modernas rusas. Entre esos relatos petersburgueses está «El capote», así como «La nariz» o el perturbador «Diario de un loco», prototipo hiperbólico de «El doble» dostoievskiano. Dice Juan López-Morillas en el prólogo de «El doble» que «aunque ambos escritores hacían hincapié en la deshumanización del funcionario público de modesta o ínfima categoría que se esfuerza por salvaguardar un mínimo de dignidad y amor propio ante una burocracia que ve en sus servidores sólo un conjunto de nombres y puestos en un desalmado escalafón, Gogol procedía desde fuera, según un método reductivo consistente en tomar la parte por el todo: el personaje gogoliano se fragmenta en nombre cómico, rasgo facial, gesto, muletilla, artículo de vestir, etc, y cada fragmento adquiere sustancialidad tan vigorosa y autónoma que a menudo nos olvidamos de que es sólo un retazo de caracterización que ha venido a suplantar la caracterización total». En efecto, Gogol caricaturiza, desdibuja los límites humanos del individuo, tanto físicos como morales: es como si quisiera aplicarle a sus personajes el mismo efecto disruptivo y totalitario, casi fascista, que la máquina burocrática de la disparatada administración estatal rusa ejerce sobre sus subordinados, simples miembros de un escalafón que valen, literalmente, el puesto que ocupan. Nunca más.
Al protagonista de «Almas muertas», su padre le reconviene antes de abandonarlo en las fauces del mundo. Le advierte con un consejo que parece epítome de la obra de Gogol, o síntesis, además, del zeitgeist de la época, quizá no sólo de Rusia, sino del mundo, de todos los siglos: «Cuidado, Pavlusha, estudia; estudia, no hagas tonterías ni travesuras, procura tener contentos a tus maestros y superiores. Si complaces a tus superiores, aunque no te distingas en el estudio ni te haya concedido Dios mucho talento, avanzarás en tu camino y adelantarás a todos. No hagas amistad con tus compañeros, que nada bueno te enseñarán. En todo caso, las amistades hazlas con gente rica, que pueda serte útil si la ocasión se presenta. No invites ni agasajes a nadie, condúcete de tal modo que sea a ti a quien inviten. Y, sobre todo, kopek que caiga en tus manos, kopek que has de cuidar y guardar. El dinero es lo más seguro del mundo. Un compañero, un amigo, te engañarán si pueden, y serán los primeros en dejarte en la estacada. El dinero, en cambio, no te traicionará por difícil que sea la situación en que te encuentres. Con dinero, harás y conseguirás lo que quieras en el mundo».