El nocturno

Han pasado algunos días y sin embargo, no estoy seguro de contárselo a nadie. De todas formas, ¿quién iba a creerme? Lo que presencié, lo que me ocurrió la otra noche, es tan absurdo, tan estúpido, que me espanta sólo imaginar que alguien pudiera incluso leer estas palabras que escribo. Y sin embargo, ¡fue tan real! ¡Tanto! Mantengo tan vívido el recuerdo del instante, que a veces desvarío y quiero convencerme de que fue un sueño. ¡Ojalá lo hubiera sido! Pero pasó. Pasó, no estoy loco. 

Lo que voy a contar sucedió y yo puedo atestiguarlo, por más que no me atreva a reconocerlo ante nadie. No todavía, no más allá de este papel que no verá nadie hasta que no me ponga en paz conmigo mismo. Se cuentan tantas historias parecidas, tantas leyendas de esas que se dicen urbanas, tantos cuentos…¡pero yo lo vi!

¡Lo vi a él!

Hace tres noches era miércoles. Un miércoles frío, anónimo y vulgar: un miércoles cualquiera de noviembre, de esos que se olvidan y uno los desecha en la papelera de la memoria como si fuera un kleenex usado. Hace tres noches era miércoles y yo terminaba mi turno. Trabajo en un bar. No es importante: es un trabajo cualquiera, temporal, que me sirve mientras no hay nada mejor. En la puerta del bar hay una parada de autobús. Ahí es donde yo cojo el nocturno.

El nocturno es el que me lleva a casa en noches como esa. Eran más de las tres, y podía haberme ido en taxi, pero no quiero. Siempre me niego, es un lujo innecesario, aunque en el nocturno, a veces, haya algún borracho, algún niñato, algún kinki. Asumo el riesgo y acepto ese peaje. Cualquiera que sea.

Nunca imaginé que fuese uno como aquél. Como él.

Suelo abstraerme en música cuando voy en autobús: me derramo en mi burbuja, soy yo frente a la ciudad. Nunca de noche. No es buen negocio. No en el nocturno. Hay que estar atento en el nocturno. Siempre pueden haber sorpresas y conviene tener oídos y ojos despejados, aunque me caiga de sueño. El miércoles, me caía. Había sido una jornada muy larga.

Esperé solo en la parada y el nocturno llegó puntual, cosa extraña. Le di las buenas noches al chófer con la voz ronca, y descubrí que su rostro estaba tan macilento como el mío: las hormigas que cargamos a cuestas con la ciudad mientras duerme no tenemos derecho a una cara de anuncio. Piqué el bono sin sacarlo de la cartera y anduve hacia la mitad del autobús. Me senté junto a la puerta del medio, para bajar rápido cuando me tocase. Sólo había otro viajero más.

Me fijé en él luego, una vez arrellanado en el asiento de plástico. Estaba justo detrás del chófer, en el primer asiento detrás de la mampara de seguridad. De espaldas, parecía un hombre joven, alto, embutido en una parka de color verde oscuro. Desde donde estaba podía ver su cabeza, abrigada con un gorro negro de lana, sobresalir por entre la enorme capucha de la parka. Miraba fijamente hacia el chófer, como una estatua.

Pronto dejé de prestarle atención: aquel parecía ser un prójimo tranquilo. En el asiento vacío de mi lado había un periódico, uno de los gratuitos que reparten a primera hora de cada día. Suelo leerlos en diagonal y con desgana. Aquella noche sentía un hormigueo en los dedos y lo agarré para entretener las manos. En portada, políticos corruptos y terroristas islámicos. En primera página, inundaciones y atascos en la capital. En segunda, la ciudad y sus fiestas. En tercera, algo: un asesinato. Me fijé, curioso. Había sucedido no lejos de allí. Un hombre joven había matado a una anciana y golpeado a un par de peatones. Según contaba la noticia, todo había pasado de un modo muy extraño: al parecer, el joven esperaba junto a un grupo nutrido de personas a que el semáforo se pusiera en verde. Era en medio de una de las avenidas más grandes y con más tráfico de la ciudad. La conozco bien, suelo pasar por ahí a menudo, yendo al trabajo. El tipo empujó a la anciana que esperaba delante suya, sin previo aviso y sin haber dado antes ninguna muestra de comportamiento raro o inquietante: simplemente, plof, puso sus manos sobre la espalda de la mujer y tranquilamente, según relataba un testigo, la empujó al paso de un autobús urbano que se la llevó por delante y la arrastró treinta metros. Luego, en el tumulto, se quitó de encima a dos hombres que vinieron a detenerlo y salió corriendo por la avenida hasta que, otra vez plof, un testigo le contó al periodista cómo un camión no pudo frenar a tiempo y lo aplastó contra la mediana.

En la noticia se describía la indumentaria del homicida y yo la leí con detenimiento: según todos los presentes, el hombre, que debía tener entre 25 y 30 años, llevaba gafas, unas gafas cuadradas algo pasadas de moda; estaba bien afeitado, se tocaba la cabeza con un gorro de lana negra y vestía una parka verde oscura, abrochada hasta el cuello. Era alto. Según una fuente policial, debía rondar los dos metros, y era, al parecer, muy delgado.

En ese momento, el autobús frenó y yo levanté la cabeza del periódico. Miré a mi derecha: aún faltaba otra parada para la mía. Miré a mi izquierda: hacia mí avanzaba el hombre, exactamente como aparecía descrito en el periódico que como un imbécil yo tenía abierto sobre mis piernas. La doble compuerta del autobús se abrió y el tipo clavó sus ojos en mí: fríos, glaucos, protegidos por unas gafas cuadradas muy viejas, casi vintage. Sentí un miedo narcótico sedándome los músculos mientras aquel fulano ponía sus pies en la calle y se alejaba, con las manos metidas en los bolsillos de la parka, y el autobús nocturno se ponía de nuevo en movimiento.

Todavía lo siento, y no estoy loco.

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