Son días templados. Se acercan a los treinta grados, sobre todo al mediodía, y no hay castañas. Echo de menos el olor de los puestos callejeros, ese aroma quemado tan reconfortante que le hace a uno sentirse en casa. Pero se está bien todavía, en manga corta. Puede uno desayunar oyendo caer las hojas de las higueras mientras trinan los pájaros, en el campo, y la radio, de fondo, cuenta las cosas de los hombres. Hoy me puso de mal humor. Hube de oír los discursos de la sesión de investidura. Con el de Iglesias me bullió la sangre. Menos mal que no tenía el móvil cerca. Menos mal para mí, digo. Por el bochorno y los exabruptos expuestos en palestra pública, y esas cosas. Soy muy pudoroso. Pero no pude evitar hilar dos o tres reflexiones. Dijo Demades a la muerte de Alejandro que el hedor de su cadáver impregnaría el Universo: el de la crisis de 2008 apestará España por lo menos hasta la tercera década del siglo XXI, y eso si tenemos suerte. La Crisis -es una entidad corpórea, con nombre propio, por eso la pongo en mayúscula- es un cuerpo todavía en descoposición cuya pestilencia no sólo ha impregnado la vida pública y privada de los españoles. Su llegada al Congreso de los Diputados ha sido demoledora. Su purulencia ha tomado forma de discurso y mana de la boca del diputado Iglesias infectando la tribuna, la moqueta, el techo baleado y las paredes del parlamento. La casa de la soberanía nacional parece un trigal egipcio plagado de langostas; langostas moradas, langostas en marea, langostas alucinadas comprometidas con su zapa y carcoma de la obra democrática. Chusma, etimológicamente, es el canto que el remero entonaba para acompasar el esfuerzo obligado de la ciaboga. Pablo Iglesias es el cómitre y dirige el canto de su chusma: una endecha rimada con mentiras y manipulaciones, puritita mierda hedionda con la que hechiza a quienes quieren oíro recitar precisamente eso.
Admiro, no obstante, su talento de orador: ni Cleón componía tales monumentos a la demagogia, tales cantos de sofisma en donde la Historia y los conceptos teóricos, y las nociones políticas y filosóficas, se retuercen conformando una abigarrada melodía de falsedades e inmundicia sin embargo melódica, que logra entusiasmar a las ratas con la habilidad del flautista de Hamelín. Leía hace poco Los Caballeros. Qué bueno era Aristófanes. Retrató hace 25 siglos a los tipos como el diputado Iglesias. «¿Cómo llegaré a ser alguien -preguntaba el Morcillero, uno de los protagonistas, queriendo descubrir con qué armas oponerse al Paflagonio, el trasunto cómico de Cleón- si soy un morcillero?» «Por eso mismo te engrandecerás -le respondía uno de los esclavos de Demo, naturalmente, parodia del pueblo, de la ciudadanía de ahora- porque eres ruin y tienes desparpajo; el liderazgo del pueblo no le va al hombre instruido, ni al honrado, sino al ignorante y al corrupto. Las demás condiciones del liderazgo las reúnes: lenguaje indecente, ruin linaje, eres discutidor. Tienes todo lo necesario para la política».
Como todo lo que en este mundo significa algo ya sucedió en la Atenas del siglo V, no nos queda sino reconocer que la singladura del hombre por este mar tenebroso de la vida sobre la Tierra es una continua lucha por mantener a flote el barco, a pesar de las ratas, siempre las mismas, que se empeñan, una y otra vez, sin descanso, sin vergüenza, en hundirlo.