19-10-16

Últimamente vengo pensando mucho en la noción de «realizarse», idea comúnmente asociada al trabajo. Es decir, en nuestra sociedad contemporánea, el individuo se realiza, esto es, consigue desarrollar plenamente su potencial vital, a través de la actividad productiva, cualesquiera que ésta sea. El concepto ha hecho fortuna. No sabría distinguir su origen. Ha de ser, verdaderamente, obra de algún perturbado. A pesar de que, generalmente, se suele atribuir un significado «espiritual» a la idea de realización, como de consecución de un objetivo moral, de algún tipo de meta, en realidad no he encontrado mucha gente en el camino de mi vida que no relacione «realizarse» con tener ganancias materiales. El silogismo me resulta demoledor: yo me realizo, es decir, no me estanco, progreso, avanzo en la carrera de la vida -como si realmente fuese una competición- a medida que obtengo cosas. Una casa, un coche, matrimonio, hijos, familia. El sentido teleológico de esta idea, creo, está en la base de muchas frustraciones, de muchos sentimientos de hastío y fatiga moral: si en lugar de trabajar uno cada día en su propia felicidad personal, atribuyendo ésta a cualidades éticas o a conquistas personales (como, por ejemplo, hacer el menor daño posible a los demás, establecer alrededor de uno un perímetro de mundo más habitable cada vez, una circunvalación de serenidad y tranquilidad individual por la que circular en este alocado mundo de ruido y furia) articula su vida como un pulso acelerado contra una serie de convenciones aceptadas ambiguamente por la mente colmena, llega un momento en que o el dinero se acaba, o la carretera se desvía, o nunca nada será, en efecto, suficiente.

#Adenda de las 19:06: trabajo viene de tripalium, instrumento de tortura conocido por los romanos. Rastrear la etimología de la palabra trabajo es harto ilustrativo. Nadie trabaja por gusto, y mucho menos para realizarse puesto que la conciencia de la obligatoriedad implícita al trabajo anula el goce de la elección. Uno trabaja para vivir, y vive a través del cultivo que hace de sí mismo, como si fuera un campo.

No sé explicarme, y como me dijeron una vez en el colegio, no se sabe lo que uno no puede explicar. De modo que me conformaré con reseñar esto que apercibo, esta intuición que me choca y hace que me tambalee cuando decido otorgarle más importancia de la que tiene. Epicuro no me lo perdonaría. Él, que encontraba gozo majestuoso y felicidad sin comparación el saborear un buen queso y un poco de vino bueno que le mandaba un amigo, incluso el mismo día de su muerte. Hoy, no obstante, le he honrado, a pesar de las divagaciones molestas que me acucian cuando me abro la mollera. Sentado en una butaca, mirando cómo se le caían las hojas a la higuera, oyendo cantar a los pájaros -el sonido fehaciente del otoño, con el crujido de la hojarasca al dar contra el suelo- me comía un bocadillo de salami con queso, y verdaderamente no podía sentirme más completo en ese momento, yo y mi costumbrismo, ajeno, sedado, vivo.

Hace 98 años los británicos tomaban Mosul. Sucedió tras el armisticio, y después de haberle cedido la ciudad y su distrito junto al Tigris a Francia, en virtud de los acuerdos Sykes-Picot. La ciudad moderna, ya citada por Jenofonte en su Anábasis, levantada junto a las ruinas de la mítica Nínive, corazón de los asirios, asiste a otro episodio más, a través de los siglos, de la eterna lucha de los hombres por dominar y legitimarse. Ahora pende sobre ella la ilusión de un Estado, el iraquí, que es todavía hoy una brasa ardiente que no se ha apagado del gran incendio del verano de 1914.

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