Estaciones: Méndez Álvaro

Como provinciano y pobre, lo primero que conocí de Madrid fue Méndez Álvaro. Me acordé de Manuel Alcázar llegando a la estación del Mediodía en diligencia, al principio de La busca, primer libro de una trilogía que marcó las primeras semanas de mi vida en la ciudad. Ahora que lo pienso, la impresión hondísima de lo que Baroja reproduce en ellos me acompañó durante todo aquel año, y todavía hoy se me figura Madrid (esa primera imagen, fotografía irracional y absolutamente decisiva que brota en la mente de los hombres al pensar en algo, o en alguien) oscurecido por esa pátina. Escribió Dostoievski que las impresiones irracionales son las más vivas. Méndez Álvaro es el vientre de la ballena.

Hace más de un año regresé tras algún tiempo y me sorprendió verla techada: han cubierto los andenes y ahora tiene un aspecto más púdico, como de aeropuerto, aunque sigue habiendo en cada apeadero colmenas de rumanas con bolsas extraordinarias de plástico ajedrezado, con sabe Dios qué dentro. Me pareció revelador cuando descubrí que en Madrid los andenes de las estaciones de autobuses se llaman dársenas; sorprendióme ese matiz pretencioso, como si lo que atracaran allí fueran veleros de quince metros de eslora, y no latas de melva con ruedas que tosen humo y cieno por sus tubos de escape. No puede haber ideas más antitéticas que las del mar y las del apeadero de autobuses; un barco y esa terminal de hormiguero humano tienen tanto que ver como el invierno y el verano.

La primera vez que retorné a Méndez Álvaro desde intramuros, en el metro (en Madrid uno tiene la sensación de hallarse extramuros todo el tiempo que pasa fuera de ese cuartel ambiguo que forman Gran Vía, la calle Mayor, Recoletos, Colón y la acrópolis abierta des grands ducs, es decir, Salamanca) me bajé y salí por la puerta que no era. Halléme entonces perdido, en mitad de una avenida desolada y lúgubre, vacía de vida y completa de hormigón, como en las que Mastroianni persigue a su mujer nihilista por la Milán de La noche. Me salvó otear el rectángulo añil del Corte Inglés, que es el cigarro encendido de Camarón de las ciudades españolas contemporáneas: si se sabe ubicar el Corte Inglés, uno no se pierde, uno encuentra el camino y el molino.

De Méndez Álvaro salen autobuses hacia todos los lugares de España. Es una médula, la vértebra de esta nación iconoclasta por hastío, que no por naturaleza, a la que la obesidad material del siglo XXI ha conducido por un pasillo desamparado cuyo final es un torno en donde no puede validar su bonometro: está caducado. Se sale de Méndez Álvaro, como de Atocha, hacia todas partes. De Madrid al cielo, dice el eslogan. Debe ser una experiencia mística viajar en autobús desde Madrid a Talavera de la Reina, fumarse un puro por Joselito, y volver, como si la ciudad le hubiera a uno echado de menos.

En Madrid, en Méndez Álvaro, se sube por dos escaleras mecánicas hasta la planta de arriba, que en propiedad es la primera planta: los autobuses, como ataúdes en la morgue, esperan abajo, en el inframundo. Uno se eleva física y moralmente. Es llegar arriba y acceder a la luz, merced a la enorme cristalera que recorre el la fachada lateral como una veta de plata bajo la loma de una montaña de roca áspera. La ascensión dura poco. Al final del largo pasillo, donde hay tiendas, oficinas de agencias que enlazan Madrid con los Cárpatos, un Relay -siempre oasis de agua con cloro, pues venden revistas, periódicos y libros, pero sólo los que están de moda, como todas las librerías ordinarias- y muchos bancos siempre colmados de gente extenuada, se llega al vestíbulo, y otra vez abajo, hacia el hormiguero: el metro.

Se baja al metro por otra escalera mecánica, hermana de la que nos agarra por los hombros, despegándonos la fiebre muscular del viaje en autobús; abajo, otro pasillo, estrecho y embalsamado como los corredores de un hospital, y luego otro vestíbulo, y a la izquierda el metro, y a la derecha, el tren de cercanías: inmersión en la ciudad de Hopper, es decir, en la quietud solitaria de un Starbucks recién abierto a las siete y media de la mañana, en Neptuno. O como puede creerse, en el coloquio mustio del transeúnte con la ciudad adormilada, lleno de frases a medias, mensajes de Whatsaap, vagones atestados, la austera rigidez del Ministerio de Agricultura y el Paseo del Prado sonámbulo: los libros de Moyano velan, los cuadros de los museos aún no se han despertado.

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