En 1957, en Little Rock Nine, Dwight Eisenhower mandó a la 101 División Aerotransportada, la que saltó sobre Normandía en 1944, para hacer cumplir la ley y que un puñado de niñas negras ejercieran su derecho, amparado por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América, de estudiar junto a sus compañeros blancos. Un mandato judicial no es una bandera; se puede quemar una de éstas, a pesar de que simbolicen libertad, derecho, igualdad, solidaridad y ley. Pero no se puede desobedecer lo que un juez ordena, pues así se quiebra la norma básica de la polis: la soberanía de los ciudadanos expresada mediante un código cuyo desacato implica un desafío directo al que tiene el poder. En este caso, el poseedor del poder último de la democracia es el Ejecutivo, que estaba preparando un desfile en Madrid; esas mismas fuerzas conmemoraban la fiesta de una nación que no puede garantizarse a sí misma el respeto debido a las normas que la constituyen y fundamentan. O peor aún: que sí puede pero omite su deber de ejercerlo. Cuando el que posee la fuerza no la ejecuta, desiste, se abstiene, se calla, apacigua, mira hacia el otro lado, la turba infecta el espacio luminoso y el ágora se llena de pestilencia.
Hoy es un buen día para distinguir entre patriotismo y nacionalismo. Acudo a la conferencia que dio Salvador Giner en la Fundación March en 2007. Venía a decir, republicano convencido, que el patriota es aquel que ama su país y quiere ofrecerlo en el mejor estado posible, limpio, alegre, justo, libre, acogedor, a todo aquel que desee visitarlo o habitarlo. El nacionalista, en cambio, es el que quiere excluir de su país a quien no comparte la génesis mítica que articula su cosmovisión sesgada, reducida y adversativa (pues se construye siempre contra algo). Esto es bastante pertinente, y más ahora, en este tiempo nefasto en el que vivimos, tiempo en que resucitan las identidades de fogueo: el patriotismo se ampara en la virtud cívica del que trabaja para hacer de su polis, de su civitas, un lugar mejor, una morada placentera en un mundo más justo. La diferencia podría transponerse a la disyuntiva que separa el logos del mitos: uno es explicable, el patriotismo, o mejor dicho, uno quiere interpretarse a sí mismo dentro del caos selvático del mundo, despejar una parecela de tierra, asfaltarla y convertirla en ágora pública. El otro es irracional y por lo tanto, no es sino emoción.
Y en España sobra emoción y falta logos. Todo es, como dijo Bueno, confusión.
Y yo añado: también hastío.