No había escrito todavía en este dietario en octubre, otro de esos ambiguos meses bifrontes. No sé si será el paso del tiempo, pero recuerdo los otoños de antes, de la infancia, más fríos y más lluviosos. Tal vez siempre fueron iguales, entreverados, tiernos, más cálidos que frescos, pero así está impreso ya en mi sensibilidad y esa sensación es indeleble. Paso este intermezzo retomando a Dostoievski y alterándolo con Shakespeare. Tenía yo todas sus tragedias encuadernadas en un buen tomo, mamotreto pero agradable a la vista y al tacto, con buenas correcciones que amplían notablemente el placer de la lectura: me costó tres euros hace más de diez años. Recuerdo que lo vi en uno de mis paseos solitarios de flaneur -ya por entonces tenía la querencia, extraña en los adolescentes, sobre todo de pueblo- y no llevaba nada encima. Fui a buscar a mi madre a uno de esos gineceos públicos, de puertas abiertas, emulación pírrica y popular de los cafés de ciudad, y eso conllevó las inevitables sonrisas de indulgencia, el niño, ay, le gustan los libros, esos ademanes de disculpa que en provincias son necesarios para solicitar la clemencia comunitaria para con lo que no es consuetudinario. La cosa es que quería leer a Dostoievski ahora, que he quedado ahíto de Tolstoi, porque me interesaba compararlos: creo que en el fondo del gran patriarca de Yásnaia Poliana late un optimismo evidente que no existe en Dostoievski, y esa es, en suma, la diferencia esencial entre los dos colosos. Incluso en las páginas más amargas y oscuras de Tolstoi, las de Sonata a Kreutzer y Resurrección, palpita la promesa escondida bajo los pliegues de la tragedia. En Dostoievski la alegría siempre es etílica y negra; no hay redención, ni el autor quiere que nosotros la esperemos. Hasta en los Relatos de Sebastopol, donde escribe el Tolstoi más neorrealista, se parece a Fellini: en la confusión báquica al menos hay alegría, aunque sea lisérgica.
Dostoievski es Antonioni.
Sigo cavilando y me gustaría que la vida, de ser algo, fuese una película de Fellini, como 8 y medio, libinidosa y frívola, hueca, fría, pero amable, nonchalance.
Mi vis contemplativa no se cansa de admirarse ante el género del individuo prosaico. Entiéndaseme, no hay nada despectivo: tomo el concepto de una cosa que leí hace poco en Twitter, que alguien compartió, un fragmento de un libro en el que se describía así, más o menos, a Franco. De un «prosaísmo extremo». Hay gente que, en verdad, no desperdicia ni siquiera cinco minutos de su día en agonizar vislumbrando el futuro, ni se pregunta qué hace aquí, ni para qué. Son esa gente el verdadero nervio de la nación: de ésta, de la vecina, de todas, del mundo, porque para que yo languidezca los domingos por la tarde cuestionándome futesas esa gente de prosaísmo impenitente -e impenetrable- mueve el Universo, lo construye, lo reproduce, paga sus impuestos, compra y vende, menea el dinero y hace girar el globo terráqueo todos los días. Sin preguntarse por qué.
Sigo aquí, por cierto. Todavía.