Octubre no me gusta, aunque algunas de las mejores cosas me hayan pasado en octubre. Pero recuerdo un octubre, otro octubre, que pasé esperando lo que yo creí que era un amor, y que estuvo cargado de ceniza. Guardo aún aquel sabor desnaturalizado, y se me viene cada vez que se arrumba el verano con todas sus pequeñas catástrofes; diminutas pero continuas deflagraciones con que se aflige física y moralmente uno cuando el tiempo deja de ser fecundo y cálido y pasa a ser estéril y frío. No me gusta octubre, lo llena todo de desazón, y la desazón es una carcoma que uno no puede sacudirse ni siquiera bebiendo. Eso es peor: luego llega el plomo de la resaca, que con con los años convierte los domingos en mazmorras de suplicio lento de las que no se puede escapar. Aquel amor de octubre, aquel amor falso de aquel octubre: vientos desconocidos a los que eché todo el trapo para terminar naufragando atrapado dentro de una botella helada, envuelto en el sudario de las ilusiones primerizas. Luego vendrían más, más amores; luego la vida es una vía larga llena de estaciones tristes alumbradas por halógenos fríos, esa luz blanca de morgue de algunas paradas de metro y de los hospitales. Amores que traen consigo el hastío y el miedo, la misma desazón de aquel primer octubre. Pero eso uno lo descubre luego, cuando a la vez cae en la cuenta de que el problema de fondo es que está solo, encerrado en una cámara mortuoria, enfrentado para el resto de la vida con su propio reflejo, ese que devuelve el espejo bajo una luz pálida. Sostengo que todo es la luz; el octubre soy yo mismo.
Octubre
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