Escribe Stevenson en su Historia de la Primera Guerra Mundial:
«Como observaban algunos contemporáneos, los cementerios estaban llenos, pero los pueblos no habían sido nunca tan prósperos. Franca, escribía un observador, se adaptó a la guerra como quien se adapta a una casa nueva. La conclusión, acaso un tanto intranquilizadora, sería, al parecer, que mientras se gozara de un confort físico aceptable, las hostilidades podían soportarse indefinidamente».
Me ha recordado esto la displicencia tan de moda (tan de meme) de pronunciar aquello de pan y circo para desdeñar una supuesta carencia general de compromiso con los diversos círculos infernales que arden hoy en el mundo; pienso en esto y me acuerdo también de la voluptuosa satisfacción que se siente tras almorzar bien, incluso en las horas en las que uno naufraga en medio de gigantescas olas de catástrofe individual. En esa displicencia va implícita un ansia de trascender la limitadísima condición animal que nos constituye como hombres. Eso me irrita. Sólo somos eso, prosa necesitada a la que le urge satisfacción y estar ahíta. Lo demás es creerse Dios. En último término, el mundo se divide entre los que se ven a sí mismos como héroes y se creen espiritualmente superiores al resto, y los que son por ellos despreciados como simples mercaderes de deseo o ganapanes. Ahí está la disyuntiva universal.
La debacle socialista, retransmitida en directo para pasmo del país, me recuerda a otra. Llevamos un siglo girando como peonzas alrededor de los derrumbes del PSOE. Entre 1934 y 1936, la mitad del partido creyó que una república socialdemócrata era cosa de burguesitos, y que no era suficiente, y que había que hacer la revolución. ¡Cuán diferentes de muchos de los socialistas franceses de 1914, que lo aplazaron todo, en aquel momento culminante de promisión bíblica, cuando sintieron amenazado el salón de su casa por la bota del káiser! España necesita una revolución jacobina. Bastaría, para empezar, con recuperar las competencias en educación pública: hace falta un relato comunitario que ahogue todas las serpientes de la mentira en una alberca de agua sagrada cívica.
El escepticismo no es conveniente cuando de los libros y la pose pública se pasa a al vida real. Trae problemas, avanza choques insolubles, desastres morales. La distancia entre la actitud vital hecha en base a recolectar certezas con las que ir tirando, y la que se compone del empeño en juntar los fragmentos de la hedionda realidad con el fin de contemplar un pedazo de verdad, separa vidas y deconstruye ilusiones: como cantaba Camarón, eres el triste palacio donde cien príncipes soñaban con la gloria, donde cien reyes soñaban con el amor, y se levantaron llorando.
Dicen que hace 2495 años de Salamina. La imagen de Temístocles viendo arder Atenas desde la cubierta de su barco, de noche y de lejos, por culpa de una decisión suya, torturado por la duda de no saber si estaba haciendo lo correcto, está muy arraigada dentro de mí desde siempre. Supongo que será la inclinación natural a la melancolía. Hoy ya he escrito de más. Larga, larguísima vida a Temístocles y a los héroes de Salamina. Y a los de Maratón.