Dos hombres conversan en un bar. Están en la terraza, sentados en sillas blancas de plástico. Delante tienen un cadáver. El cuerpo está tapado por una sábana de flores rojas que alguien ha traído apresuradamente, de algún sitio. Dentro, en el bar, no queda nadie. El dueño mira hacia la terraza, con las manos apoyadas en la barra. Niega lentamente con la cabeza, resignado. Es mediodía, finales de verano. Fuera hace calor.
-Ya hemos echado el día.
Los dos hombres murmuran, sin mirarse. Observan el bulto cubierto por la sábana y dan largas chupadas a sus botellines de cerveza.
-Llegó como todos los días, y pidió una copa de coñac. Se la bebió, luego pidió una cerveza y salió afuera para tomársela, y se cayó en redondo al suelo.
-Ése ya se ha quedado en paz, del todo.
La silla blanca donde iba a sentarse el que ahora yacía bajo la sábana estaba ladeada, como de haberla alguien atraído para sí por uno de sus brazos, separándola de la mesa de chapa descolorida por el sol que ya no era roja, ni blanca, sino de un tono amarillento intermedio. Dos moscas revoloteaban sobre el asiento, chocando una contra la otra.