Querida Flavia,
Retomo mi capricho epistolar porque quiero hablarte de algo de lo que, me temo, no te hablará nadie a lo largo de tu vida. Quiero decirte algunas cosas acerca de la piedad, que es una cosa que habrás de conocer por ti misma; algo cuyo hondo significado tendrás que descubrir esforzándote, pues si encuentras a quien te hable de ello, ponte en guardia: o es un cura, o probablemente un testigo de Jehová, o uno de esos individuos cristianos y ortodoxos de lo católico que se hacen llamar neocatecumenales. Huye, si te los topas. Aléjate de esa gente, pues te hablarán de una piedad, presumo, deformada y distinta, viciosa, enferma.
Sin embargo, qué estúpido soy. Acabo de ponerte en guardia contra mí mismo, pues en efecto, yo también vengo a hablarte de la piedad. Ya te habrás dado cuenta que llevo dentro mío un pequeño sacerdote; procuro encerrarlo, tenerlo maniatado, pero es imposible cuando acude a poseerme la vehemencia, que es un fantasma muy puntual, cada vez que intento desarrollar pensamientos confusos y me lo emborrona todo.
Mas, no le hagas caso. Descubrirás, espero, que la piedad supera todas esas cosas, trasciende todas esas pequeñeces. La piedad está compuesta casi a partes iguales de materia humana, por tanto animal, e intelectual, también humana naturalmente pero que gusto de tratar como divina por la cualidad elevadora y sublime que tiene la razón: fíjate si es grande que nos pone por encima de los mismos dioses que nosotros hemos creado. Y nos engaña con la ilusión de que no somos mamíferos, sino criaturas evolutivamente independientes de toda matriz natural.
Pero, te digo, la piedad es una simbiosis, una fundición de lo racional con lo irracional. Por eso creo incapaces de toda piedad a aquellos cuya condición bioquímica -qué ridículo debo resultarte utilizando estas palabras; perdóname, no puedo evitarlo, recuerda lo que te he dicho antes acerca de la vehemencia- les impide mostrar indulgencia incluso con ellos mismos.
Lo primero que tienes que saber es que la piedad es una cesión, y eso se comprende como debilidad en nuestro mundo. Ya te habrás percatado de que no se puede ser débil ante los ojos de los hombres. Tengo mi teoría al respecto. Eliminada ya, en nuestro próspero, seguro, confortable, higiénico y profiláctico mundo de bienestar, la cuestión de la supervivencia, ya sabes, el que muestra signos de debilidad es considerado como un lastre o una víctima potencial y por tanto, es abandonado o aniquilado siguiendo el viejo atavismo; la debilidad, empero, en nuestro nuevo y exquisito mundo, ha mutado, como todo en el hombre, hasta convertirse en una carga social: en un recuerdo lastimero e irritante de eso que se hacían susurrar los generales romanos cuando festejaban el triunfo. Recuerda que eres mortal, que la vida es dura, larga y difícil, y que vivir en el mundo es salir a la calle con una máscara e interpretar un papel en el sainete colectivo de la perenne alegría.
Pero la piedad, querida Flavia, es una cesión voluntaria que engrandece. Es vino y miel sobre la herida de puñal, es limpiarla y cauterizarla con un fuego primordial. Porque en el seno y en las entrañas de los hombres, hija mía, también hay bondad. También, y en esto puedes creerme, hay benevolencia y perdón, aunque me tomes por loco y allá por donde mires sólo te parezca contemplar bárbaros e iconoclastas, ignorantes y canallas, necios y ruines. También, sí, hay bondad.
También hay bondad, te digo, Flavia, porque el corazón del hombre es un precario equilibrio entre fuerzas insondables e irresistibles cuando se desatan, que combaten sin descanso hasta el último día de su existencia en esta tierra. La piedad la hallarás a modo de armisticio: primero, con tu propia alma, y segundo, con la de tus prójimos. La piedad es un puente sobre el cual, si tú quieres y pones los medios, dos delegaciones se reúnen y acuerdan el final de la guerra entre dos ejércitos enfrentados. La piedad exige esfuerzo y exige sacrificio; exige valor por encima de todo, grandeza de la que brilla en el fondo de los espíritus que no son ciénagas, pero lo que ofrece como recompensa es una paz analgésica. El alivio. La consolación.
Encontrarás la piedad y su reverso, la impiedad, descritos constantemente como artefactos que miden la pureza religiosa. Impío es un denuesto común. Pero la piedad religiosa está tan lejos de la que con torpeza quiero expresarte aquí, como Plutón de la azotea desde la que veo anochecer cada día. Más bien haría en comparártelo con el agua fría que se derrama libinidosa por la boca del sediento, o con la benefactora sombra que ofrece la higuera a quien busca el resuello en una tarde de verano. La piedad es un amor, es una forma de amar, no carnal ni filial o afectuosamente, como distinguía Sócrates, sino cívicamente: endulza el trato con el resto de los hombres, restaña heridas que de otra manera sanan en falso. Esas heridas que cicatrizan a flor de piel, pero siguen abiertas dentro de la carne, y hacen que hermanos no se hablen, que madres se mueran sin oír la voz de sus hijos, que hijos no acudan al lecho de muerte de sus padres. La piedad es una virtud cívica, cuya consecuencia es el perdón de las afrentas y cuya condición necesaria es la magnanimidad, rasgo inherente de los espíritus grandes y de los corazones que ya han superado el estado primitivo de la violencia, de la guerra y de la aniquilación, que todos llevamos dentro.