Asistí en Mérida, el sábado, a mi primera representación teatral en el gran escenario romano. Es una experiencia realmente singular, maravillosa. No iba al teatro desde hacía más de diez años, concretamente once: también en un escenario único, el teatro romano de Santiponce. Aquella vez vi La Paz, de mi admirado Aristófanes, en un festival de teatro clásico para institutos y colegios. Ahora era algo más serio, el Festival Internacional de Mérida. Profesionales. Toni Cantó hacía de Aquiles, en una adaptación de la Ilíada verdaderamente concienzuda y moderna: ni rastro de los dioses, tan determinantes en el original. Otrosí, la estética también era contemporánea: los héroes de Homero iban todos vestidos de marines americanos en Afganistán, protegidos por yelmos corintios y escudos de antidisturbios griegos de los que dan jarabe de palo en la plaza Sintagma; la escena y el proscenio eran semejantes a una duna iraquí junto a la carretera entre Mosul y Bagdad. Hubo quien se quejó, detrás de mí, de la ambientación, usando «moderna» con desdén mesurado. A mí me pareció fantástico, así como la atmósfera musical que acompañaba los momentos álgidos del drama, una especie de mezcla entre el Pink Floyd de Wish You Where Here y el Ennio Morricone de cualquier western de Sergio Leone. Un Aquiles cansado que yo no podía dejar de ver como al Capitán Alatriste -deformación de lecturas de juventud- dudando, que es lo que nunca hacían los héroes antiguos: que se enfadaban, mataban y morían, triunfaban o se decidían a triturar a sus oponentes, pero jamás dudaban, ni se cuestionaban el por qué de sus actos. Pues todo era fatum, como en la vida de mucha gente todavía.
Visitando las ruinas del anfiteatro, del teatro, de las termas, del circo, de todo lo que queda en Mérida, que es vastísimo legado, me pregunté si en algún momento de los próximos dos mil años alguien caminará sobre los restos del Santiago Bernabéu -un Bernabéu cuyo graderío estaría semienterrado, sin césped, derruido y con enormes boquetes, las Copas de Europa expuestas en algún Museo Nacional del Hombre Postmoderno- recreando con la imaginación lo que nosotros vivimos ahora de manera cotidiana. A un romano del siglo I depués de Cristo, cuánto más del II o del III, le parecería inaudito cuestionarse sobre el futuro: pues, ¿no habían llegado ellos, desde su perspectiva histórica, al cénit del desarrollo tecnológico, social y político? Ninguna civilización piensa en sí misma muerta y derrumbada, convertida en pieza de museo. Pero así es como acaban todas. También la nuestra. Una huella salvada milagrosamente por una concatenación improbable de maravillas naturales que de pronto un día aflora, gastada por el tiempo pero todavía entera, en medio de un campo de trigo extremeño. Todos estamos condenados a ser eso, y el mundo, una infinita sucesión de capas superpuestas entre sí de Méridas, pequeñas Atenas hechas a retales de circos, foros, termas y bloques de pisos erizados de antenas y cajas grises de aires acondicionados que gotean agua.