Fuera de la ley y 30 días de vacaciones

Un hombre llega a su casa. Ha sido un día largo, duro y difícil. Sale del ascensor arrastrando los pies y pensando: mañana tengo que renovar el bono del metro, hacer la compra, recoger a la niña de inglés, ir a cobrarle al cabrón aquél la factura aquélla de 60 euros que me lleva haciendo dar vueltas para cobrarla de veinte en veinte dos putos meses. En fin. Un hombre llega cansado y con la cabeza embotada de pequeñas y ruinosas preocupaciones. Abre la puerta de su apartamento. Lo primero que ve, haciéndole creer por un instante que está soñando, es a un tipo despatarrado en su sofá, sobando a su mujer. El tipo viste una camiseta negra y calza sandalias, gasta barbita de chivo y gafas de pasta, y aprieta con cara de alucinado las tetas de ella, metiendo las manos por todas partes; la mujer, cuarentona, algo ajada por los trabajos y los días, pero aún atractiva, turgente, está visiblemente nerviosa, petrificada por el miedo y el espanto. Se arrincona sobre el brazo del sofá pero el otro la atenaza y le lame la cara, el cuello, la parte posterior de la oreja, se echa encima de ella y ella no se puede zafar. En lo alto de la mesita, frente al televisor, hay abiertas seis latas de Voll-Damm. Esa Voll-Damm que el hombre, como un tesoro, guardaba en la nevera para esos pequeños momentos, antes de la cena, en que hacía recuento de daños e intentaba olvidarse por un momento de la niebla de guerra que todo lo envuelve. El hombre, por instinto, siente cómo le sube la sangre hasta las sienes, bombeándole atavismo y ganas de matar. Suelta el maletín y aprieta los puños, pero no le da tiempo a dar el primer paso cuando otro fulano sale de detrás del sofá. Esta vez es también es otro gafapasta, pero va mejor vestido: vaqueros, americana gris que brilla, camisa blanca.

-¡Alto ahí! No se puede contribuir a aumentar el victimismo. No actúe irresponsablemente. Desde aquí hago un llamamiento al diálogo.

El hombre se queda mirado, sin entender. Paralizado, piensa para sus adentros qué coño está pasando; quién es fulano del sofá, que está magreando a su mujer en su propia casa, y se ha bebido sus cervezas, repatingado en su jodido sofá, el que él mismo pagó a plazos; quién es este nuevo notas que dice cosas inexplicables, y sobre todo, cómo carajos habrán entrado aquí; pero está tan ofuscado que su cerebro sólo es capaz de procesar la única palabra articulable por su laringe, por su lengua y por su boca:

-¿Qué?

Pero alguien se mueve detrás suya, como si acabara de entrar con él en el apartamento. Es un hombre que roza la ancianidad, de barba entrecana, gafas de montura al aire; va vestido de traje azul navy, clásico, camisa blanca y corbata también azul. Le mira comprensivo, le sonríe como sonríe el funcionario que está al final de la cola del paro, o al principio, cuando te sientas a contarle tus penas:

-Tiene usted toda la razón del mundo. Esto es intolerable. Hay que cumplir la ley, y la haremos cumplir, no se preocupe. Este señor no va a conseguir nada de aquí, y dejará a su mujer en paz. Se lo garantizo. Pero no hace falta ponerse violentos, ¿no cree?

El hombre entiende aún menos. Se ruboriza, oscila sobre sus pies, no sabe qué hacer, ni dónde mirar. Su mujer sigue sollozando en el sofá, le pide ayuda con los ojos, y el otro, el de la barbita, farfulla algo en una lengua que él no comprende, y sigue magreándola, metiendo la mano más abajo, sobre el vientre, en el ombligo, entre las piernas de la mujer. El hombre vuelve a sentir el pálpito caníbal de la furia, que se había atemperado un poco con la interrupción estupefaciente de los otros dos, y se gira preparando de nuevo el puño, cuando de repente, otro fulano sale de la cocina, paseándose tranquilamente hasta el salón, contemplando la escena con una sonrisita. Va en vaqueros negros, viste camisa blanca, remangada hasta los codos; tiene coleta, aspecto de sucio, sus dientes son irregulares, su rostro parece el de un ratón, y tiene joroba:

-Nadie quiere que esto siga así. Somos partidarios de que todo permanezca como antes. Ahora bien, queremos que se decida democráticamente: este hombre tiene derecho a expresar su voluntad mediante un referéndum, un referéndum para el que nosotros pediremos que se marche de aquí, lo de las cervezas habrá que dejarlo así, qué le vamos a hacer, pero no se preocupe; el pueblo hablará, no hará falta tomar decisiones precipitadas, hay que buscarle un nuevo encaje a toda esta situación.

El hombre se está enfadando, de distinta manera: a la cólera violenta, animal, que sintió ante el ultraje primero, se une ahora un odio sordo y frío contra aquellos tres mequetrefes que balbucean gilipolleces en el salón de la casa de la que él paga el alquiler. Quiere golpear, quiere pegarle a alguien, pero ya no sabe a quién, a todos en realidad, pero no puede decidirse por uno en concreto, el agraciado que se llevará la primera hostia.

-No hay que fomentar más odio, no está bien. Se han hecho las cosas muy mal: la gente tiene derecho a expresarse libremente -añade el de la coleta.

-Diálogo, diálogo, diálogo -apostilla el de la chaqueta gris.

-Usted tiene derecho a defenderse, pero seamos civilizados, estamos en verano, ¿no le apetece ir a la playa? Qué fresquito se estaría en la playa ahora mismo, ¿eh? En el chiringuito, leyendo el Marca, viendo a las muchachas en torlés, o como se diga, ya me entiende usted, pero siéntese, a qué tanta prisa, no hay por qué enfadarse más allá de lo que exige el decoro. Dios proveerá.

-Feixiste. ¡Opresor! La voluntat del poble, la identidat, la nasió -decía el del sofá, con los ojos como chiribías, saliéndosele de las órbitas, sobando las tetas de la mujer, cuya cara exánime se asemejaba ya a la de una Piedad de las que salen el viernes santo.

Cuando la cabeza del hombre estaba a punto de explotar, otro individuo, el último, emergió del dormitorio: camisa celeste, pelo cano, alto, esbelto, nariz puntiaguda, pantalones chinos de color verde, mocasines, una chapela en las manos, manoseándola con evidente desagrado. Miró al del sofá, y deteniéndose en las formas de la mujer, mirando sin disimulo los pezones, sacados a la fuerza por el escote, el vestido, subido a manotazos hasta la cintura, dejando ver la pierna hermosa, músculo tibio y terso, de hembra opulenta, dijo con voz nasal y ansiosa:

-Rápido, coño, que luego me toca a mí.

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