Hace tanto calor que noto cómo me voy descomponiendo en átomos, lentamente. Se me pega la espalda desnuda al respaldo de la silla. Los dedos y las palmas de las manos me sudan, y me embarga una sensación de bochorno y repugnancia física ante lo agrio de la atmósfera pútrida del verano. El verano es eso el 80 o el 90 por ciento del tiempo: carne en descomposición, naturaleza muerta que sólo reverdece a partir de las 8 o las 9 de la noche, y eso con suerte, y sobre todo, en la calle. El maldito Levante. Hubieron varios días de Poniente, que lo entibia todo, que lo hace confortable, habitable. Hoy es el día de Francia. Me pregunto qué clase de viento será allí como aquí el Levante. Qué viento será el que lo deshidrate todo, el que arrugue la faz de la tierra hasta deshacerla en harina y ceniza. Vi el final de la etapa del Tour, la del Mont Ventoux, la mazmorra abierta en mitad de un peñasco donde los vientos azotan a los hombres que suben en las bicis, o corriendo, como hoy Froome.
Salió una imagen bella, grabada desde un helicóptero: una iglesia, con su torre y sus cubiertas rojizas, encaramada a una roca también roja, o cobriza, nido de águila sobre un paisaje ocre con parchetones verdes de agricultura a modo de pliegues de una vasta falda. Se parece al paisaje de Cádiz, nada que ver con Asturias, donde he pasado unos días. Asturias está alfombrada, la vida nace allí como por una hechicería, me corroe la envidia sólo de rememorar las imágenes que podía ver por todas partes. Los árboles de tronco fino y largo, altísimos, verdes como una estampa noruega. Colinas, lomas y altozanos, todas de esmeralda, cielos azules y el Cantábrico, que es el mejor mar que hay, tan azul como los dibujos que hacíamos en el colegio y coloreábamos con Plastidecors. Hoy es el día de Francia, país de donde viene todo bueno y también todo lo malo desde hace más de doscientos años. Hegemonía cultural, festejo una festividad que no es nacional, a pesar de la parafernalia patriotera, sino universal. Todo lo que no es tradición es plagio, pone en un frontón del Salón de Reinos; y Francia es la tradición entera, el fastuoso Parnaso de los filósofos, de los escritores, de los pintores, de los científicos, de los estadistas, de la belleza, de los buenos hombres y de los grand ducs; de los buenos líderes y de las calamidades: aquí tiembla el suelo tras el terremoto nefasto del *mayo del 68*, Pandora de tantas ruinas. Pues aunque no fueron la primera democracia, ni tampoco la mejor, sí fueron la ruptura y el molde nuevo. Y porque me da la gana.
Me siento muy francófilo, a pesar de la incómoda fobia ambiental que, en donde vivo, palpita y rebuzna sin pudor contra lo francés. Mi Francia es Hugo, Balzac, Stendhal, Danton, Marat, Saint-Just, Napoleón, Talleyrand, Fouché, Kieslowski, Zidane, Delacroix, Benzema, Degas, Montaigne, Dumas, Revel, los rebeldes del Loira, Tolón, el Ejército de Italia, Pisarro, Van Gogh en Arlés, Abel Gance, Notre-Dame de París, L´Atalante, La 9, De Gaulle, el XIX como pecera mágica de horrores y poemas. Y tantas otras cosas. Es como el enano riéndose del gigante, la mofa del que no quiere comprender y hoza en su ceguera, satisfecho de no ser más que bosta. Desprecio cosido con retales de ignorancia y falacias periodísticas, un trapo sucio que gualdrapea sobre un abismo imposible de anudar: mi madre siempre quiere que pierdan los franceses en Eurocopas y Mundobaskets, recordando que les tiraban las fresas a los camioneros españoles en los Pirineos. Y yo, que sólo quiero leer a Carrère, y no hago más que añorar los días aquellos de París.
Abro La agonia de Francia, de Chaves Nogales, por la última página que doblé hace tiempo, algo así como dos años, cuando lo leí por primera vez: «La caída de Francia no es, sin embargo, el drama lamentable de un pueblo cobarde que no ha querido batirse. No. Francia, durante los meses de la guerra, que han sido su agonía, lucha, no contra el enemigo exterior, sino consigo misma. El proceso de su caída es una verdadera tragedia con todos los elementos de la tragedia clásica. Es la lucha de lo consciente contra lo inconsciente, del hombre contra el mito, del héroe contra la divinidad. Nuestra época, por extraño que nos parezca, es gran creadora de mitos y este del Estado totalitario, del Estado-Moloch, ha sido la divinidad bárbara a la que Francia ha sido sacrificada por sus propios hijos. El nudo de esta tragedia de Francia radica en la sugestión fatal que sobre el hombre francés contemporáneo han ejercido esos mitos bárbaros que tenía que combatir, no ya porque combatirlos fuera su deber moral de ser civilizado, sino porque para seguir existiendo físicamente tenía que vencerlos, ya que esa divinidad del totalitarismo sólo había sido creada en su daño y para su perdición. Esta lucha interior que se desarrolla entre su conciencia de pueblo culto, ni un solo momento adormecida, y la fascinación que sor él han ejercido las fuerzas de destrucción puestas en juego para aniquilarle, es lo que provoca el patético desgarramiento interior en el que Francia sucumbe. Francia había llegado a enamorarse de su verdugo».