Diálogo de un hombre con su lecho de muerte (fin)

Acto tercero

Un fuerte viento empezó a batir la ventana, despertando otra vez al viejo. Avido, dirigió la vista afuera, y por primera vez no vio llamas azotando Moscú. Todo yacía en silencio. La habitación era un sepulcro, y Napolione di Buonaparte creyóse dentro del sarcófago. Advirtió todas las banderas capturadas al enemigo en el capo de batalla, pero sólo fue un momento de engaño visual: una sombra había golpeado su conciencia, y durante la conmoción efímera que algunos darían en llamar sueño, vio a todos los hombres a quienes había hecho mariscales y pares de Francia, rodeándolo en silencio. Soñó que no era más que una máscara mortuoria.

Se agitó y los fantasmas se desvanecieron, pero seguía estando en Moscú. Continuaban allí aquellas paredes vacías, aquel cuarto sin ornato, pero podía ver las estrellas. Eso le confortó. Desde que estaba en Santa Elena había perdido la costumbre de mirar al cielo. Pero entonces, postrado en su lecho de sal, el firmamento constelado de Moscú ofrecíasele como un último regalo, inesperado. En la noche ya no había humo. ¿Le había bajado la fiebre?

-Lo que los ingleses hicieron con usted no estuvo bien, Napoleón.

Ya se había acostumbrado a aquellas ilusiones que rompían la lobreguez del dormitorio con apariciones sonoras e inesperadas. Aquella era la tercera. Su voz, al contrario de las otras, se escuchaba serena y gris, carente de alteraciones melancólicas, sin turbación alguna.

-Encerrarlo en aquella roca, dejada de la mano de Satán, en donde sólo pueden vivir las ratas…¿es verdad, Napoleón, que allí llueve tanto como en Waterloo?

Dijo Waterloo y el viejo sintió partírsele la fuente del odio dentro de su vientre, como una lanzada de Casio Longinos. Pudo auparse sobre la panza hinchada por el detritus de la enfermedad, y miró hacia la sombra desde la que había hablado la voz. Sus ojos estaban ahora preñados de la cólera con que una vez hizo girar el mundo.

-¿Quién eres tú para llamarme Napoleón?

-Tan sólo un soldado.

-¿Acaso un soldado no debe obediencia?

-Yo soy uno de sus soldados.

-Siempre fui Sire para mis soldados

Entre la sombra, el viejo oyó mascullar una maldición, al estilo en que rezongaban sus soldados de piedra. El anciano sintió desfallecer su furia, y contra su voluntad dejó que el pecho se le contrajese.

-Puedo permitirme la licencia porque yo fui uno de los que defendió la carretera de Bruselas en cuadro cerrado. Puedo permitírmela, Sire, aun a riesgo de incurrir en su desagrado, pues usted se fue de Waterloo en carruaje y a mí me mataron los ingleses.

Cientos de miles de pequeños alfileres penetraron en el iris de los gastados ojos del viejo, por dentro, rindiéndolo de modo que su vista cansada se empañón, y ya no pudo ver nada. Entre las lágrimas y la presbicia le pasó inadvertido el avance del soldado hacia su camastro. Un granadero de la Vieja Guardia Imperial se hallaba parado ante él, erguido como un centinela de guardia. El chacó de piel de oso estaba lleno de barro, y varios pétalos de amapolas violáceas, de esas que crecen en los campos de Valonia, le festoneaban la visera. Entre las tiras blancas que cruzaban en diagonal su casaca azul océano, azul del mar que el viejo nunca pudo domeñar, siete agujeros sanguinolentos abarcaban desde el cuello hasta el abdomen.

Su cara era de mármol, blanca en lo que dejaba ver el mostachón bravío; el bigote gobernaba todo su maxilar, prominente, cuadrado, y quedaba sujeto a una nariz semejante en su poderío a la quilla de un crucero de línea, o al bauprés del Belerofonte.

-Uno de los míos…-, y el viejo sólo alcanzó a mugir un sollozo parecido a una plegaria.

-A nada temíamos más que a incurrir en su desagrado, o a causarle impertinencia a nuestro Emperador. Por eso creo que puedo llamarle Napoleón sin bajarle la mirada-, dijo, señalándose con gesto cansado las siete heridas de mosquetón inglés que le agujereaban el pecho como un queso de Gruyère.

-Debí…debí…debí quedarme con vosotros, morir en aquel cuadro.

-Pero no lo hizo.

-Fui…débil.

De pronto, al viejo pareció írsele toda la vida de su cuerpo orondo y enfermo. Bajo los ojos se le hundía la carne en dos cercos marrones; el rostro se le pegaba al cráneo, delineando la sombra de la muerte.

-Morir en Waterloo…con mis buenos granaderos de la Guardia…ese hubiera sido un buen final.

-Una buena muerte.

-Pero no lo hice.

El granadero penetró con sus ojos de vidrio en la cara inerme de Napolione di Buonaparte, en su ancha cara presa de la ictericia, rostro de emperador caído.

-¿Por qué no cayó junto a nosotros, en aquella carretera de Bruselas, bajo los fusiles de Inglaterra?

-Porque, en el fondo de mi corazón, todavía albergaba la esperanza…la esperanza de vivir libre…

-Usted lo sabía. Usted no podía ser libre. No después de la derrota.

-Me engañé…

Un halo cadavérico recubrió su cuerpo avejentado como una mortaja, revistiéndolo al tiempo de una dignidad humana, de una gravedad silente y funeraria.

-Se engañó por cobardía. Permanecer con nosotros, con el fusil en la mano, era reconocer que no habría ni mañana, ni noche siguiente. Era reconocer que había perdido y morir, o ser capturado. Usted prefirió una mentira, aplazar la bala inglesa, cambiarla por ratas inglesas -, y señaló una enorme y peluda rata, grande como las navajas de la chusma española que años más tarde Murat le había descrito aún con el miedo en los ojos. La rata avanzaba con timidez, cauta y resabiada, por uno de los rincones de la habitación. Sin atreverse. Tanteando.

-Prefirió la huida, porque usted confiaba en una rendición honorable para Napoleón Bonaparte, Emperador de los franceses. Su nombre le garantizaría una granja en Norteamérica, acaso una jaula de oro en otra isla mediterránea. O un salvoconduto que no lograría nunca, pues en modo alguno es usted libre de sí mismo, de su vanidad. Por vanidad creyó indigno morir junto a sus viejos y buenos, sus infelices granaderos de la Guardia, en una carretera llena de mierda y cieno belga. Pero usted no comprende que en las casacas nuestras descansó todo el castillo levantado a su vanidad durante veinte años de muerte. Ahora usted no es sino la vanidad marchita en una covacha inglesa, vanidad sin pétalos, vanidad roja, vanidad de sangre derramada sobre Europa durante veinte años de balas francesas. Siete balas de Inglaterra duermen dentro de mí. Pero usted termina aquí hoy, Sire. Como Napolione di Buonaparte, arrugado y desnudo, tal y como nació.

-Yo he muerto en Waterloo.

El granadero sonrió. En su cara, el viejo vio trozos de escarcha desgajándose del hielo, como aquellos bloques que sus artilleros rompían en los pasos de los Alpes para poder deslizar a través de ellos los cañones con los que vencería en Marengo.

-Usted muere hoy aquí, Sire. Usted ha vivido en el purgatorio de sí mismo desde que huyó por aquella carretera de Bruselas, y yo le anuncio que termina.

Mientras se cuadraba como solía hacer la Guardia cada vez que su Emperador cruzaba ante ellos o les dirigía alguna brevísima mirada de afecto viril, el granadero taconeó el entarimado de la habitación. De las paredes hacía tiempo que chorreaba sangre, y cientos de ratas surgidas de la noche entraban a raudales por las ventanas abiertas por el ímpetu del viento. Eran tantas que chapoteaban sobre las lagunas de sangre, mordisqueando el capote de Austerlitz mientras el líquido rojo desbordada el catre, encharcando las sábanas blancas del lecho del viejo.

Napolione di Buonaparte miraba la noche estrellada de Moscú, con la cabeza caída suavemente en el almohadón. En la bóveda oscura podían distinguirse con exactitud todas las estrellas descritas siglos atrás por los antiguos sabios de Persia.

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