Diálogo de un hombre con su lecho de muerte (II)

Acto segundo

-Le adorábamos, Sire. Estábamos dispuestos a todo por usted. También a morir.

La voz grave llenó de rotundidad sonora aquella habitación oscura. Se elevó por encima del crepitar incesante que el fuego arrojaba dentro, tanto que despertó al viejo de su duermevela letárgica.

-Estábamos dispuestos a morir por usted, pero con usted delante, Sire.

Parpadeó el viejo y tardó un rato en percatarse de que volvía a no estar en Santa Elena. Tenía fiebre, le atormentaba el calor y fijábale a la cama un caudal helado que manaba de la cima de su mismo corazón.

-¿Por qué nos abandonó, Sire?

El viejo se incorporó y vio, sentado a sus pies, a un hombre de vestiduras extrañas. Era maduro y fornido, con el rostro acartonado por el sol y forrado con una barba muy tupida. Cruzándole el cuello, desde la luz a la oreja izquierda, un tajo profundo le abría la garganta, prolongándose el corte hasta la otra mejilla. De la herida goteaba sangre que manchaba las sábanas del viejo, pero el hombre no parecía darle ninguna importancia. Un caftán gualdo cubría una camisa de paño otrora blanca, ajada por el polvo y el tiempo.

-¿Por qué se marchó de Egipto, general?

Napolione di Buonaparte exclamó de pronto algo que pareció un rugido de fiera asaeteada por la mano de un tirador experto.

-La patria…me…la patria me necesitaba…yo…la patria

-¿La patria?

La sangre seguía goteando del cuello abierto, pero el hombre se limpiaba la manga del caftán, donde parecía tener una impertinente mota de polvo.

-Nosotros éramos Francia, Sire. Nosotros éramos su patria. Su ejército.

El anciano se removió como queriendo zafarse de unos brazos invisibles que le apretujaban en el lecho. Pero su torso se meneaba ridículamente, sin vigor, y sus piernas no le obedecían. Las tenazas que lo sujetaban, obligándole a mirar al barbudo con el tajo en la garganta, manteníanle con fuerza empotrado en el colchón húmedo, y el viejo dejó de moverse bufando de resignación y hastío. El forcejeo del anciano despertó en el hombre del caftán cierta ternura filial. No en vano, había visto ese cuerpo consumido por la enfermedad, antes joven y robusto, hacer temblar al mundo con sólo una orden seca, cortante. Se tocó el turbante, también lleno de sangre: fue como un gesto de respeto, al estilo oriental.

-Aunque mis ropas lo desmientan, soy francés, hijo de la Provenza. Me alisté cuando el asedio de Tolón, porque yo tampoco tragaba a los ingleses. Mi nombre es Henri Duroc y me mataron en Egipto, dos meses después de su partida, ciudadano General.

La mención a Inglaterra encendió las mejillas del viejo. Unos colores avivaron su rostro pálido, mostrándolo fugazmente ceniciento, hecho botín de la ira. Pronto sus ojos se templaron, concentrándos en el contorno del soldado que estaba ahora sentado sobre sobre sus pies, aprisionándole las piernas entre la ropa de cama.

-Hube de irme, París me necesitaba.

-París le necesitaba-, asintió el soldado, y la sonrisa lobuna dejó ver una fila de dientes muy blancos que rasgaron el velo de la penumbra que envolvía la habitación.

-¿Seguro que no era usted quien necesitaba París, Sire?

-Quizá…sea la hora de confesarlo…

-¿El qué?

El viejo tragó saliva con dificultad, y sus ojos huyeron hacia los moldes de yeso que orlaban el techo.

-En Egipto ya no había nada que ganar.

-¿Para usted, o para nosotros?

Una pausa. Al viejo le costaba respirar.

-Para Francia.

-Para usted.

El intercambio fue como una granizada de artillería sobre el viejo que le agotó las reservas. El depósito del pecho, lleno abruptamente por el recuerdo del enemigo inglés, se le había vaciado ya.

Medio minuto de tos.

-Para…mí.

Henri Duroc se puso en pie y caminó alrededor del catre. El ruido de sus botas delataban el uniforme del soldado que se disfrazaba con un atuendo exótico. Se agachó un instante; levantó del suelo el capote de Austerlitz. Lo examinó curioso mientras el viejo, paralizado, pensaba en el significado de su presencia allí, y en todo lo que le estaba ocurriendo aquella noche. ¿Acaso, en verdad, descubriría al final de su vida que se la había pasado engañándose respecto a Dios? Fuera, Moscú seguía ardiendo.

El soldado le colocó el capote con mimo sobre las sábanas, arropándolo como las madres solícitas acurrucan a sus hijos en la cama, por las noches. El viejo recuperó algo de la sensación de invulnerabilidad que aquel capote raído y sucio le confería, al contacto con su pellejo reseco y arrugado.

-A los dos meses de abandonarnos, El Cairo se transformó en una pesadilla para nosotros-. Duroc tenía los ojos glaucos posados sobre el capote, y las imágenes parecían llegarle del fondo de su cabeza.

-Lo controlamos, porque éramos buenos.

Sonrió sardónico.

-Usted nos enseñó a ser buenos. Los mejores. Pero antes de tener el control, cayeron muchos buenos muchachos. Buenos muchachos de Francia, Sire. De la patria.

Su voz sonó a metal. El viejo dejó de sentirse seguro bajo el capote.

-Me cortaron el cuello en un burdel. Yo tenía a mi buena y querida Marie en el pueblo, ¿sabe?

Calló un momento, rememorando.

-Con carnes donde zambullirse durante horas, y un fuego acogedor como el que calienta las posadas en invierno, esperándome, aguardando por mí otra vez cuando regresara.

-Me advirtió de que no me enrolase esta vez. Que pidiera otro destino, que siguiera en Italia-, Henri Duroc abrió los labios, y emergió otra vez la sonrisa de lobo cortando la noche como un cuchillo.

-Figúrese que prefería que estuviera entre las puttanas lombardas antes que aventurarme entre egipcios…mi buena Marie…pero yo le dije que con Bonaparte, nada malo podía ocurrirnos.

El viejo se estremeció y el capote vaciló sobre el bulto orondo de su barriga. Duroc lo agarró, volviendo a extenderlo con cuidado.

-No deje caer el capote de Austerlitz, general. Está cosido con la sangre de los camaradas a los que usted mató en Jaffa.

De pronto, un espasmo levantó al viejo de la cama. Lo irguió como un resorte mecánico mientras su cara su contraía en una mueca espantosa: una mueca que gritaba en silencio por la redención, hasta desfigurarle el rostro. Aquel bello rostro para siempre colgado en las paredes del Louvre.

-La eternidad le recordará como un conquistador. Pero la pasará con todos nosotros, con sus buenos muchachos, con todos los que dejó atrás. En el infierno.

Duroc anduvo hacia la puerta, recreándose en cada paso, alargando lentamente la zancada como si quisiera acentuar el ruido que hacían sus botas al pisar la madera del suelo. Tarareaba distraído una coplilla militar. Parecía La Marsellesa, aunque el tono era alegre, desenfadao, nada marcial. En el umbral se detuvo, y sin volverse, habló hacia la oscuridad.

-Cuando supimos que había embarcado rumbo a Francia, dejándonos arrumbados en Egipto, muchos camaradas le maldijeron. Otros lloraron de rabia durante días. Fue un terrible espectáculo. Sin embargo, yo fui el único que comprendió. Que le comprendió, Sire. Desde el principio. Usted quería el poder, y allí sólo mandaba a un puñado de desgraciados que estaban pudriéndose sobre un montón de arena y mosquitos.

Se paró un segundo, paladeando en silencio el efecto que sus palabras producían en el viejo. Sólo escuchábase el rugido del fuego, cuyas lenguas de fuego alzábanse más altas que nunca, lamiendo las estrellas con su abrazo de mercurio.

-Yo también lo hubiera hecho, si me hubiese estado aguardando en Francia el gran coño cálido y enjoyado de París. Pero a mí sólo me esperaba mi buena y estúpida Marie, y mi apellido no era Bonaparte.

El viejo se desplomó sobre el colchón, exánime. El incendio seguía espolvoreando sobre Moscú una constelación de motas rojas, de granos rojos semejantes a una nube de fuego.

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