Hacía once meses, poco más o menos, que no me bañaba en el mar. Hoy lo he hecho. El mar siempre está mejor por la mañana. Sobre todo cuando el Levante se calma, o sopla ligerísimo. El agua se vuelve puro cristal, con tantas tonalidades que da gusto verla, meterse en ella, tocarla, dejar que corra por todo el cuerpo. Vidrio transparente, verde turquesa, azul oscuro. Las boyas amarillas o naranjas, de tanto en tanto. Algún velero al fondo. Manchas rojinegras o grises de barcos cargados de contenedores Maersk esperando la pleamar para subir el río hasta Sevilla. Con el Levante e ve hasta la arena dorada del fondo, rizada con crestitas por el balanceo de las olas. Incluso los chanquetes pequeños cruzando en bandadas por entre los pies de los bañistas. La playa, por la mañana, como mucho hasta la una de la tarde, es un buen lugar en el que estar. Con la bajamar, naturalmente. Si no, se convierte en un infierno humano, una aglomeración sudorosa de carne, un espectáculo estéticamente despreciable. Una extensión arenosa del sulfuroso malestar urbano, como si el reverbero del asfalto llegase hasta la orilla del mar en forma de aliento hirviente, sofocante, eructo de dragón. Despreciable como todo el verano pequeñoburgués del sur de España, en sí mismo. Sin embargo, en esta mañana de Levante, me sentí bien. Fue liberador enjuagarme la costra de los quehaceres, que le dejan a uno el cuerpo húmedo y desagradablemente pegajoso; ponerme el bañador, coger las gafas y el sombrero, vestirme como jamás pensé, hace 10 años, que lo haría, e ir solo a la playa. Pues si no puedo ir como quiero y con quien quiero ir, sólo admito la tranquilidad que me doy a mí mismo, sin tener que entablar y sostener esas conversaciones hueras con que nos tortura el pacto social a que estamos obligados por el mero hecho de convivir.
Al ser hoy mi cumpleaños, no se me va de la mente lo que leí ayer en Los cosacos, de Tolstoi: «Nosotros tuvimos en la Chulenaia un jefe de sotnia, amigo mío, bravo y guapo mozo como yo. Los chechenos lo mataron. Tenía la costumbre de decir que esos doctores de la ley inventan lo que nos enseñan. Nos moriremos todos, decía; la hierba crecerá sobre nuestra tumba, ¡y he ahí todo! (El viejo se echó a reír) ¡Era un endemoniado, el hombre!» Solía aguardar expectante esta fecha, esperando el abrazo social. Más bien, el roneo, entendido como la mano que se le pasa al gato por el lomo, para complacerlo. Ayer me sorprendí detestando eso, no queriendo en absoluto que llegase este día. Hoy, no más, veo con satisfacción indulgente que, sencillamente, es una suerte que alguien se acuerde un minuto de uno.