La realidad es tan compleja que no cabe en un discurso político, que por naturaleza es simplificador. Un partido, un jefe, un creador de opinión, reduce esa complejidad y teje un manto sencillo y sin talla, intercambiable entre muchos de los miembros del target al que se dirige. Un relato maniqueo y abstracto. La urdimbre en la que están tramadas las relaciones sociales y vitales de los hombres es contraria a los discursos. De ahí mi frustración. Votar es una gran cesión consciente que uno hace al juego reduccionista del parlamentarismo. Varias conversaciones vehementes y razonadas me han convencido de votar este domingo. Lo haré ruborizado, con repudio hacia mí mismo y con la seguridad íntima de que sólo será un gesto. De claudicación. Los problemas de la socialdemocracia española son estructurales, y acuden a nosotros solicitándonos una premura coyuntural intolerable, y hasta obscena. Me da asco. En Francia, hace ya 16 años, los guardianes tradicionales de la República se pusieron los dedos en la nariz y votaron conjuntamente al llamado mal menor: frente a la hidra revolucionaria que ellos mismos habían alimentado, activa y pasivamente. 16 años después, la hidra sigue viva en medio del salón; más gorda y más lustrosa, más caprichosa y con más peligro. Ha crecido, y en buena medida lo ha hecho gracias al coyunturalismo cegato. Aquí llevamos 30 años replicando los terremotos legislativos, sobre todo en materia educativa, de los franceses. Sobre todo, de los socialistas franceses. Quizá por que siempre fuimos un remedo y la moda parisina llegaba a Madrid con un retraso de escala generacional.
He terminado Lucrecio, y vuelvo, un año después, a Tolstoi. También hace un año de Bruselas, Waterloo, Brujas. La mota de polvo y el viento de Levante.