¿Sueñan los androides con gambetas mecánicas?

Los androides gobiernan el mundo, y el fútbol es nuestra última posibilidad de libertad. Los humanos hemos sido confinados en factorías de trabajo forzado, donde nos alimentan regularmente tres veces al día con pan, una sopa inmunda, y agua; nos distribuyen simétricamente, entre hombres y mujeres, a lo largo de infinitos corredores grises y granjas interconectadas entre sí, a las afueras de nuestras viejas ciudades, que me recuerdan a los antiguos kibbutzs israelíes. Las urbes en que vivíamos no son más que megalópolis habitadas por máquinas inteligentes, humanoides incapaces de experimentar emoción alguna que no pueda ser cuantificada mediante algoritmos. Las ciudades, construidas en serie según las estrictas reglas de la lógica racional y el matemático aprovechamiento preciso del espacio, del tiempo y de los recursos, son manchas de plomo que maculan la tierra infértil, huérfana de la mano del hombre. Todo accesorio artístico, y por tanto inútil, ha sido eliminado del nuevo orden de las cosas. Una vez al año, se nos conceden unas horas de asueto controlado. Este año, jugaremos un partido. Todos los aspectos del juego están previstos de antemano por inextricables cálculos biomecánicos que los androides pueden realizar en milésimas de segundo; pueden anticipar todos nuestros movimientos, pues así los diseñamos, hace mucho tiempo. Nosotros mismos les dimos la capacidad material de amaestrarnos, y por fin, lo comprendieron. Pero no soy exactamente sincero: hay algo que no pueden prever. Una cualidad que ni siquiera sus tecnológicamente perfectos microprocesadores a tiempo real pueden cuantificar mediante sus increíblemente fiables sensores de movimiento. Me refiero a la inspiración. Por eso, hoy, cuando salgamos al campo, volveremos a jugar un partido contra once androides; pero esta vez lo fiaremos todo a lo más humano que existe: el arrebato. Siempre perdemos. Sus articulaciones, cuatro veces más flexibles, resistentes, fuertes y poderosas que nuestras sencillas piernas de hueso, carne, fibra y sangre, desbaratan cualquier intento organizado de estrategia en el campo de juego. Jamás nos llevaremos ningún balón rifado, pues sus brazos retráctiles son facas cortantes como colmillo de lobo. Por eso, hoy, nuestra estrategia es no tener estrategia. Sólo somos once hombres. Once hombres y un balón. Veintidós tobillos, el anhelo de correr como cuando éramos niños y en el colegio, esquivábamos el tiempo sin saberlo hurtando nuestro menudo cuerpo a la angustia de un Destino aún no desvelado. Ninguna táctica organizada podrá darnos fruto alguno. Nuestra esperanza es la creatividad; quebrar la insoportable perfección logarítmica de los autómatas mediante la desfachatez del instinto: en nuestro tobillo burlón, libertario, capaz de imaginar mundos insospechables para las máquinas algebraicas, reside la oportunidad de derrotar a los guardianes de nuestra cárcel. Si ganamos, florecerá por un instante la luz y la rendija por la que escapar; si perdemos, nuestra condena será la eterna decrepitud de nuestras almas en la cadena de montaje que ahora es la vida de la especie humana. Estamos en el año 2199. Creo que es noviembre, aunque he perdido la noción del calendario, largo tiempo encerrado. Mi nombre es Arquímedes Antofagasta, y me gusta llamarme a mí mismo, fantasista, como en Italia me conocían cuando jugaba allí al calcio profesional. Mis articulaciones son de goma, y pueden soportar noventa minutos de roces desmesurados y continuos contra las afiladas horquillas de acero con que los androides se desplazan a velocidades lumínicas. Contra esos carros falcados sólo poseo lo que heredé al nacer: la libertad de mis pies en movimiento. Escribo esto por si no lo conseguimos. Algún día, quizá, alguien sepa que lo intentamos. Y sonría.

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