Marengo

El 14 de junio de 1800, poco más de veinte mil franceses derrotaron a aproximadamente treinta mil austriacos. Fue en la llanura de Marengo, en el Piamonte; un paisaje cálido, de relieve amable, donde según el barón Jomini se podían hacer cargas de caballería como en ningún otro lugar de Italia. Una llanura del verde flameado de la hoja de la vid, degradado por el sol de junio, a la que llegó Napoleón tras hacer cruzar sesenta mil hombres por los pasos más altos de Los Alpes, antes del deshielo. En tres semanas de mayo, invirtió el camino de Julio César, asomándose al valle del Po desde Ginebra siguiendo las huellas de Aníbal. En vez de elefantes, Bonaparte llevó cañones: los untó con mierda de caballo y paja para deslizarlos bajo las barbas de los 400 austriacos que defendían el Fuerte Bard. En Marengo comenzaron a trotar los caballos de la gloria de Napoleón Bonaparte, ya matarife del Directorio, recién proclamado Primer Cónsul de la República. Pero estuvieron a punto de no hacerlo.

Hacia las dos de la tarde, Bonaparte estaba prácticamente derrotado, cercado por los austriacos entre el río Bormida y su campamento principal, próximo a la aldeíta  de Marengo. Hubo, en realidad, dos batallas. Hacia las tres, los franceses le habían dado la vuelta a una situación en apariencia inexorable gracias a la intervención de Desaix, un verdadero Deus ex machina para el futuro Emperador. Desaix ganó la batalla pero perdió la vida de un pistoletazo en el pecho. Louis Charles Antoine Desaix, de 32 años, acababa de llegar a Italia desde Egipto, rompiendo el bloqueo naval británico en el Mediterráneo. Suyo fue el momento de la verdad en la Batalla de las Pirámides, cuando arrojó a los mamelucos al Nilo. La mañana de Marengo, Bonaparte lo había mandado con su división hacia la carretera entre Alessandria y Génova, a cortar lo que él creía vía de escape de los austriacos. Una providencial crecida del Bormida impidió vadearlo a Desaix y salvó a Napoleón. También llevó a Desaix hacia la trayectoria del mosquetazo que lo mataría.  Oyó cañonazos por la parte de Marengo, y como escribió el Primer Cónsul en su Correspondencia, «un minuto antes, o tres después, y la maniobra no habría surtido efecto, pero la coordinación fue perfecta, y en ese momento la República Francesa recobró el norte de Italia».

Napoleón le puso Marengo al caballo tordo, árabe, que se había traído de Egipto. Tras bajar de las montañas, cortó en dos las comunicaciones de los ejércitos que el emperador Habsburgo tenía en el norte de Italia. Se detuvo en Milán casi dos semanas antes de la batalla, organizando la futura República Cisalpina. Dividió sus fuerzas y aisló los cuerpos del ejército enemigo, que sitiaba Génova y amenazaba la Provenza con la ayuda de la Marina Real británica. En Génova, Massena se había rendido a austriacos e ingleses. Sus hombres se habían quedado sin más carne de caballo que comer. Bonaparte fue a buscar entonces al Barón von Melas, quien lo rehuyó como un ratón hasta encontrarlo a él primero en Marengo, a medio camino entre Génova, Turín y Milán. Allí comenzó la serie ininterrumpida de victorias que revistieron a Napoleón con el halo divino de la invencibilidad. Tardaría 12 años en perder, personalmente, una batalla.

La Segunda Coalición estaba virtualmente derrotada, pero Bonaparte aprendió que jamás se quedaría sin reserva antes de una batalla, ni desconcentraría otra vez a su ejército sin conocer exactamente la ubicación del enemigo: en Marengo perdió su querida masse de décision, y a pique estuvo de perderlo también todo. Desde Marengo le escribió al Emperador de Austria: «La astucia de los ingleses ha neutralizado el efecto que mis sencillos y francos acercamientos hubieran obrado en el corazón de Su Majestad en otras circunstancias. La guerra se ha hecho realidad. Miles de franceses y austriacos ya no existen…la perspectiva de que tales horrores prosigan me llenan de tal pesadumbre que he determinado enviarle otra solicitud. Leguemos a nuestra generación Paz y tranquilidad.» La paz, en efecto, se firmó: en febrero de 1801 en Luneville, con los austriacos, y en 1802, en Amiens, con los británicos. Justo antes de Amiens, el Ejército de Oriente había rendido Alejandría: el malhadado Egipto tributaba a Bonaparte una postrera e inesperada satisfacción, posibilitando el acuerdo con Gran Bretaña. En agosto de 1802, Napoleón era investido Cónsul Vitalicio. Desaix tendría, luego, un lugar en el Arco del Triunfo de París, junto a los héroes de la Revolución y a los hombres de guerra del futuro Emperador.

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