Será que parpadeé, y me cayó un año de golpe, o no sé lo que será. Pero cada vez tolero menos la queja, el bufido me fastidia, y Epicuro me ha entrado hasta las venas. Puede llamarse conformismo, aunque yo prefiero asunción de la realidad: la queja forma parte de lo accesorio, y lo accesorio termina siempre por resultar molesto, irritante, prescindible. Yo, que por lo común soy muy quejica, de la queja banal y liviana, cotidiana, del cagarte en todo al dar con el dedo chico del pie en el quicio de una puerta y todo eso, me estoy asentando: cada vez me gusta más el hieratismo, veo mucho de heroico en ello, en esa actitud adusta ante los accidentes del mundo. Descubrí el otro día, haciendo un curso por Internet del Mediterráneo y su Historia, el concepto de la longue durée, asimilable remotamente a la pax augusta o quizá al fin de la Historia de Fukuyama, en el sentido de marco temporal duradero de estabilidad política en un arco geográfico concreto. Me gusta eso de la longue durée, a lo mejor porque tiene un eco de la vida lenta que, y eso también lo estoy asumiendo, responde muy bien a mi constitución psicosomático.
En otro orden de cosas, me estoy poniendo al día con los tres ejemplares del New Yorker que tenía atrasados desde mi viaje a Milán. Leyendo esto, queda de manifiesto que es mucho más barato refundar el periodismo español en base al clickbait, los titulares capciosos, el anacrónico tono de cabecera política decimonónica y el fichaje de mendaces con fama, que mandar un periodista a Londres a convivir dos meses con un jefe laborista. En realidad los periódicos y las revistas, como los políticos y los programas de televisión, no son sino reflejos muy nítidos (éticos e intelectuales) de sus franjas de audiencia.
Cartas del Mediodía 