Ayer iba caminando y una madre reconvenía a dos chiquillos: «estudiar, hay que estudiar, hombre, para tener un trabajo fijo. ¿Tú sabes lo que es tener un trabajo fijo? ¿Tú sabes el dinero que se gana todos los meses?» Cierto es que sentí un impulso muy primario de pararme, coger a los mozalbetes por los hombros, mirarles a la cara y decirles, zarandeándolos suavemente: «Es todo mentira». Pero seguí caminando, pues a fuer de hombre civilizado, me gusta creer que conozco un poco a la fauna que me rodea. Y probablemente la señora me hubiera gritado despectivamente, brazos en jarra, que seguramente yo era un inútil por haber completado la escalera académica del mundo occidental y no tener un trabajo según los cánones clásicos de la socialdemocracia postmoderna. Ni fijo, ni del otro.
Primera ola de calor «africano», según los medios, del año. Me gusta ese adjetivo porque es como un acento tribal que se le da al calor. Un acento demoníaco, para subrayar su naturaleza despótica. Y ciertamente, el calor apocalíptico de la primavera y el verano en el valle del Guadalquivir tiene esa naturaleza totalitaria que no tiene el frío: ocupa todo el espacio, privado y público, del individuo, modificando su conducta, sumiéndolo en lo que Lampedusa llamaba, por boca del príncipe Salina, la pereza vital, que no es otra cosa sino asunción humana de la propia derrota ante la inmisericordia de la naturaleza. Pero africano, vincula el calor con lo exótico, según el patrón de pensamiento de la prensa moderna. Antes, Africanos eran los cónsules romanos que conquistaban Cartago.
El trabajo físico merma extraordinariamente mi capacidad analítica, crítica, literaria, no digamos ya, de trabajo. Como si estuviera sobrado de todas ellas, sobre todo de la última. Pero ya sé qué decir cuando me llamen andaluz haragán: sólo soy un vencido que a duras penas blande la espada contra las condiciones de mi entorno.