Hacía casi una semana que no le contaba nada al dietario. Ya me falta el tiempo, pues ya está aquí el trabajo. El campo, que implica, como bien decía el príncipe de Salina, la noción de la tierra cultivada y domada por el hombre; me gusta trabajar con las manos, aunque me corte las yemas de los dedos y mis manos parezcan las de un crucificado. Me gusta, a pesar del calor y las lumbalgias, porque también me gusta el dinero, vector democratizador del mundo: a todos nos hace plebeyos. También me satisface íntimamente: lo poco que puedo comprarme con él, tiempo, libros y civilización, es tan mío como mías son las perlas de sudor de mi frente. En este día capicúa, conmemoración de Normandía, quería hablar de las estaciones de servicio. Mas temo haber olvidado lo que quería decir. Con motivo de mi último viaje, frecuenté muchas, de distinto jaez. Buenas, malas, modernas, obsoletas, grandes, pequeñas, limpias, sucias, mucho o poco abastecidas. Pero me llamó la atención algo: en todas se nos obliga a ser felices y estar contentos. Uno puede viajar por muchos motivos. Pero casi siempre que se entra en uno de estos lugares de paso, nidos de plástico, abrevaderos humanos, o está cansado, o está anhelante. La felicidad de estos, como una obligación forzada, me recuerda a la sonrisa del payaso triste. También da tiempo a pensar en muchas cosas, casi todas fútiles, mientras uno carga desesperadamente el móvil y come pan de estraza sentado junto a un cristal, tan parecido a una urna. Siempre mejor, por supuesto, que los colchones llenos de chinches y el vinacho fermentado de las posadas que frecuentaban los hombres de antes.
06-06-16
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