31-03-16

Ha sido una semana intensa. He recorrido 4186 kilómetros en autobús entre Chipiona y Milán. He pasado por tres países, y avistado desde la ventanilla más ciudades, pueblos, villorrios y aldeas de los que puedo recordar. He admirado paisajes de manera tan fugaz como el paso de un cometa, mas su recuerdo, la estela, es imborrable. Andalucía, La Mancha, Castilla, Aragón, Cataluña, Rosellón, Languedoc, Provenza, Liguria, Piamonte, Lombardía. Nombres que son acordes de una melodía que llevaré siempre grabada en el alma, como la silueta de lo que mis ojos sólo podían aprehender por unos minutos. He cruzado junto al campo de Marengo, he visto el Duomo, he vivido San Siro, he bogado con el Madrid por la Caribdis de la posteridad, he conocido gente estupenda. También he estado tres días enteros sin ducharme, apenas comiendo mucho y poco a la vez, mal y sabroso, como todo lo que apalanca. Me ha dado tiempo hasta de admirarme de la magia creadora de imágenes que florecía de la mano de Lampedusa como si fuese fácil, como si yo también pudiera hacerlo.

Y también, hoy, he podido incluso irritarme, ma non troppo, con una noticia: una mujer se pone de parto en la calle, llama a un taxi, y según ella, el taxista la despide con zafiedad, diciéndole que le va a manchar la tapicería. El telediario presentó la noticia con el sesgo de la parcialidad: no se oyó ni al taxista ni a ningún testigo argüir lo contrario. Concebí una historia: un periodista marcha hacia la ciudad del suceso, está allí un día, dos, tres, una semana, a lo mejor dos. Consigue reunir testigos que vieron en la calle lo que pasó; consigue hablar con el taxista, con su mujer, con sus hijos. Quizá ocurrió como uno lo cuenta, quizá como lo cuenta la parturienta. Nadie puede saberlo, y eso al periodismo no le interesa. Es una bonida historia, pero es mentira, porque nadie va a gastar dinero en mandar a un fulano a indagar acerca de todas esas pequeñas cosas que ensamblan la única verdad a la que puede aspirar quien no estuvo allí ni presenció los hechos: la verdad silueteada. El público necesita una conclusión, necesita juzgar, y no está dispuesto a pagar con más de tres minutos de su distraída atención. El periodismo queda reducido a un abrigo de visón sintético, que arropa pero no dura, y que nunca dice la verdad, incluso aunque mienta.

Tendré que escribir sobre el viaje. Ha llegado el New Yorker. También se me acaba el tiempo: tengo que escribir de otra cosa. Pero esta semana estoy contento. Hoy no quiero tener tiempo para estar triste.

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